La otra noche se me ocurrió una idea. Tenía el dato de un viejo que te pagaba por sexo. Fui a verlo. Arreglamos. Quedamos en encontrarnos, a la noche, en un bar. Me llevó a un hotelucho turbio de la ruta. Nos metimos en una piecita perfumada. Yo quería salir de ahí lo antes posible pero el viejo me ofreció unos billetes más para pasar la noche y me quedé. El tipo fue amable conmigo. A la mañana, me llevó a desayunar a una estación de servicios. Se despidió con un “encantado de conocerte” y se fue. A los veinte minutos, un taxi pasó a buscarme. Por eso cuando insistió para que nos volviéramos a ver, acepté. No era la primera “loca” que salía con un tipo más grande. Se llamaba Ernesto. Era un cuarentón. Casado. Con hijos. Una vida ordenadita. La verdad a mí no me gustaba mucho. Pero ese no era un problema. En ese tiempo nada me entusiasmaba demasiado. Pero cuando te tratan bien es muy difícil decir que no. Así que nos volvimos a ver. Ernesto volvió a tratarme con mucha educación. A mí me agarró un miedo espantoso. Sin darme cuenta empecé a prestar atención a los detalles. Por ejemplo, a que me siguiera mirando desde la cama como si yo fuera el chico maravilla. A veces me levantaba a fumar. Iba a la ventana. Ernesto me miraba con los ojos llenos de cositas. Pensé que alguien se podía enamorar. Si alguien se enamora es una cagada. Se pierde la adrenalina del peligro, el rollo de los amantes, los encuentros a escondidas y sobre todo que alguien que no te conoce te desee tanto como si uno fuera la gran cosa. Si alguien se enamora de vos es peor. Es como un chicle que se te pega abajo de la zapatilla. Ya no podés andar bien por la calle. Hay algo pegajoso que te rompe las bolas a cada rato. Después pensé que Ernesto me miraba como si yo fuera él a mi edad. Con ternura. Con culpa por haber descuidado tanto a la marica que todos tenemos adentro. Esa noche, yo me volví a mi casa. Le pedí al taxista que me dejara en la estación de trenes. Tenía ganas de caminar. La avenida Cerri tiene esas luces que son magia. Sin darme cuenta llegué al barcito que estaba enfrente de la estación. Entré. El barcito se llamaba Miravalles. Tenía como quinientos años. Me senté en la primera mesa que vi desocupada. Un gordito medio mamerto vino a atenderme. Le pedí una cerveza y un sánguche. El barcito estaba repleto. De atrás, del fondo, me llegaba el ruido de un montón de viejos que no podían tener la boca cerrada ¡Qué viejos loros! ¡laaá! Yo tenía ganas de pensar. En realidad nunca me caractericé por ser una persona reflexiva pero esa noche yo quería saber qué estaba pasando con Ernesto, qué estaba pasando conmigo. Los gritos del fondo eran cada vez más molestos. No podía articular una idea. Mucho menos dos. Así que me levanté de la mesa y fui a pedirles a los dinosaurios que bajaran la voz. Lo hice de una forma educada. Digo tan educada, que los dinosaurios se miraron entre ellos como si les hubiera llegado un mensaje confuso, de un futuro lejano y remoto. Me di cuenta de que era al pedo insistir y pasé al baño. El olor era insoportable. Era una peste que hablaba de vejigas estropeadas, de próstata hecha mierda, de cañerías rotas y de viejos meones. Salí corriendo de ahí. En la mesa me esperaba el gordito con cara de mamerto. Tenía una bandeja con el sánguche y la cerveza. De lejos tenía algo de presencia. Pero a medida que te acercabas se iba convirtiendo en un mamarracho. Le ofrecí una sonrisita falsa. Pasé por adelante de él y salí a la vereda a fumar un pucho. El gordito, amoroso, hizo brillar su carita de mamerto. Dejó las cosas en la mesa y volvió al mostrador. Afuera, el cielo estrellado. No sé qué me pasa con eso. Empiezo a flashearla. Seguramente debe ser porque las historias de amor siempre hablan de cielos estrellados y lunas gigantes. Una noche, por ejemplo, estaba en el vagón y salí a fumar un cigarrillo. Era invierno. Las estrellas eran como mil. No me dieron ganas de volver adentro. Empecé a caminar. Pensé que con ese cielazo algo bueno tenía que pasar. Anduve dando vueltas. De las vías para allá. Todas callecitas. Primero me empujaba un optimismo que tenía que ver con el idiota que tengo adentro. Después el empecinamiento de una cabecita dura que jode e insiste con eso de la escena romántica. Caminé hasta cansarme. Llegué a la terminal. Ahí, entre tanta gente que se iba de vacaciones me perdí un rato. Me gusta hacer eso. Creer que formo parte del mundo. Claro que no me imaginaba que justo me iba a encontrar a mi ex. Qué palabra hermosa es mi ex. En este caso se trataba de un pibe. Un flaco con un nombre que no pienso volver a repetir nunca más en mi vida. Un tilingo que nunca supo darse cuenta de nada. El tilingo iba con una piba hermosa. Seguramente viajaban al sur. Eso me dio mucha envidia. Me dieron ganas de acercarme y arruinarle los planes. Pero no soy una persona rencorosa, ni resentida. Así que me senté en una silla que todavía estaba calentita y me puse a mirar la felicidad de esos dos. Ver a dos personas felices me emociona un poco. No voy a negarlo. No por el hecho de saber que la felicidad existe y visita cualquier clase de almas sino por haberla tenido alguna vez y no haberme dado cuenta de eso. Así que con lágrimas en los ojos los vi subir al bondi de larga distancia, saludar al montón de idiotas que despedía a los viajeros, salir de la terminal y decirle chau a la ciudad.
Como ya no tenía nada que hacer ahí y la sala había quedado vacía, pensé que yo también debía volver a mi casa. Dejé el culo calentito en la silla. Salí de la terminal. Afuera le pregunté la hora a un taxista. Lo hice por aburrimiento. La verdad no me interesaba saber la hora. El tipo me respondió con una entonación que me hizo pensar dos cosas. Primero que no era porteño. O sea no era un chamuyero. Segundo que había algo de festivo en el tono de su voz. Pensé que seguramente era el aniversario de algún evento muy importante en la vida de un taxista. Así que aproveché esa buena onda. Le pedí un cigarrillo. Me dio fuego. En ese momento me tendría que haber ido. Pero me quedé. Para no pasar por maleducado. Inmediatamente dejó las apariencias a un lado. De un guarangazo soltó la falsedad insolente que tiene el tonito de los cordobeses. Qué tipos creídos. Se la dan de los reyes del chiste. Una vez andaba de turista por el norte y me tocó viajar de un pueblo a otro con un grupo de ese espécimen. Se la pasaron tirando pavadas. Alardeando de que eran buenos contadores de historias. Exagerando la entonadita rechota de la que se jactan y diciéndole a todo el mundo: culiao allá, culiao acá. Por supuesto que las chicas que iban en ese colectivo no eran exactamente la mejor representación del mundo femenino. Se trataba más bien de otro grupo de inadaptadas que se reían de cualquier cosa y que se sentían seducidas por la musiquita cuartetera de los monos que viajaban en el fondo. Ese día perdí un poco más de interés por el sexo opuesto. Ya me venía pasando eso. Pero ver a esa manga de muñequitas embobadas con el culiao culiao, me hizo repensar la salud de mi inclinación sexual y sobre todo mi derecho a elegir estar con quién se me cante. El viaje duró una eternidad. Los monos del fondo siguieron con el quilombo. Yo me puse la campera arriba de la cabeza. Me hice el dormido todo el viaje. Soñé que un tren trituraba la parte de atrás del bondi, en unas vías abandonadas.
El taxista, seguramente era un negro fiestero. No tenía ganas de que alguien me contara la historia de sus éxitos. Así que fumé el pucho en dos segundos. El tipo quiso arrancar con la musiquita cuartetera, pero no le di chance. Le dije que me tenía ir. La verdad me dio un poco de lástima. Me despedí. Pensé que nunca me había pasado eso de sentir que un chau fuera tan fácil de decir. Aproveché el envión y también le dije chau a la terminal. Por supuesto que también a los dos tortolitos que iban arriba del colectivo. Me largué a caminar. Otra vez, sintiendo arriba mío el peso de las estrellas. Me metí en las callecitas. Esos barrios tienen algo de magia. O a mí me gustan así. Villa mitre. Tiro federal. Bella vista. Yo era caminando la reina de las villas. Esa noche sí. Re sí. Me tocaba a mí: yo la reina de las villas. Y todos esos reflectores del cielo estrellado para mí. La verdad no quería desperdiciar esa oportunidad. Volví a quemarme la cabeza con eso de que algo lindo me tenía que pasar. Parece mentira pero sin darme cuenta llegué hasta la puerta de la empresa donde salen y entran los recolectores de basura. Era una fantasía. Una historia con uno de esos chicos. Me encantan los basureritos que vuelan en la calle como angelitos urbanos. Esos morochos que se parten de buenos y de lindos. El novio de una amiga trabajaba ahí. Me contaba algunas cosas. El negocio de la cocaína. O los episodios de las zorras que se querían aprovechar de los gallitos. La verdad eso no me interesaba. Si uno no se droga en estos tiempos es imposible soportar el mundo. Además todos tenemos una zorrita adentro. Afuera de la empresa había un grupito fumando. Me acerqué. Les pedí un cigarrillo. Los pibes recopados me ofrecieron fuego. A mí dieron ganas de quedarme, ahí, con ellos. Entonces para encender la mecha le comenté a uno que quería entrar a laburar en la empresa. El pibe reencejado, tenía una carita de nene que me dieron ganas de lamer. Tenía en el pelo un corte hermoso. La piel encremada. La verdad que nunca me imaginé que los angelitos se cuidaran tanto. Lo cierto es que el pibe me dio la dirección del sindicato para que yo pase, algún día, a ser uno de ellos. Le agradecí la buena intención. Pensé que cuando uno admira tanto a alguien, esa admiración es producto de saber que uno nunca va a llegar a ser eso que admira. Antes de que entraran a laburar, el pibe sacó el atado y me lo regaló. Después se fueron y yo me quedé solo ahí afuera. Me apoyé en el paredón. Me dieron ganas de llorar. Yo sé esa pelotudez de que los hombres no tienen que llorar. Pero las mujeres sí. Lloré como una mujercita. Como si todo el mundo me hubiera dejado. Por suerte nadie me vio; pero siempre alguien te ve. Un sapito roñoso, salió de la nada y me preguntó si me podía ayudar en algo. Me hubiera gustado decirle que mi novio me había dejado. Pero le dije que estaba bien. El sapito se alejó. Siguió metiendo cartones en el carrito que lo esperaba en la calle. Yo me limpié los ojos. Apoyé la espalda en el paredón y miré el cielo estrellado ¿Porqué una sufre tanto por amor? No pude contestar esa pregunta. O no hay respuestas para esa pregunta. Así que seguí caminado. Una veredita arbolada me hizo compañía. Llegué al Puente Negro. Vi los edificios. Las luces de la ciudad, como siempre, arruinaban la belleza del cielo estrellado. Me apoyé en la baranda. Estuve un rato mirando los vagones viejos que sirven para que alguien tenga una casa. Crucé el puente. La magia de la avenida Cerri, esa noche, insistía para que yo no me fuera a dormir. Caminé dos cuadras y encontré el barcito en el que quería pensar que estaba pasando con Ernesto y conmigo.
Tiré el pucho y volví adentro. Los dinosaurios seguían en el fondo. El gordito medio mamerto me saludó con un gesto de la cabeza como si fuera necesario saludar al cliente a cada rato. Me senté en la mesa. Me di cuenta que no iba a poder poner nada en claro de lo que estaba pasando con Ernesto. Pensé que lo mejor era dejarlo para otro momento y me metí en el asunto más inmediato. En eso tuve éxito. En dos segundos me bajé la cerveza y el sánguche.