Dos veces robé en mi vida: una a los 7 años; a mi madre unas monedas para comprar cohetes, y me pegó una “biaba” que me enseñó para siempre no tocar lo ajeno. Y la segunda a los 16; un libro en el Sur del país.
La vida cuando se alarga, si se fijan; tiene ribetes de novela.
Hace unos 45 años, buscaba yo la forma de escapar del hambre; y desde Mendoza fui a parar a la extrema localidad de Rio Turbio; buscaba una oportunidad laboral en las minas de carbón, que me salvara de la miseria bajo el sol, en las viñas de mi provincia.
No lo conseguí. Me tuve que volver con la derrota a cuestas; pero también con un libro de la hostería, resto-bar, hotel y novedades: “El Gato Negro”, parador entonces de la línea Transportadora Patagónica que me llevó de vuelta hasta Bahía Blanca, estación de cambio para seguir hasta Mendoza. En esa época; a partir de Comodoro Rivadavia todo era ripio y tierra hasta Rio Gallegos y el resto de la provincia de Santa Cruz.
Desde el escaparate de libros y discos; El Quijote de la Mancha se aparecía ante mí -pobre de toda pobreza- como un tesoro inalcanzable. Ni soñar comprarlo. En el bar había dejado la mitad de mi dinero en un tostado de jamón y queso, y aun quedaban dos días de viaje hasta mi pueblo. Pero ocurre con el Amor que nunca le faltan recursos si es verdadero. Lo tomé, y comencé a leerlo, total; a lo sumo me dirían que lo vuelva a colocar en su lugar. Los choferes de la Transportadora; también descansaban allí, de repente salieron presurosos y antes que lo advirtiera el colectivo estaba en marcha.
-¡Apurate que te deja el micro!- Escuché la voz de otro mendocinito desahuciado. También volvía conmigo.
Apurado por hallar el boleto en el bolsillo del abrigo, puse el libro bajo el brazo de la mano con que sostenía el bolso, y con la otra le extendí mi pasaje al chofer mientras la unidad empezaba a rodar. Me arrojé sobre el asiento y al acomodarme el libro cayó al piso. Se lo advertí al chofer y éste me dijo:
-En Gallegos lo dejas en la oficina y otro micro lo trae- Pero ya en Rio Gallegos nadie se acordó del libro. Lo volví a encontrar en mi bolso al llegar a Bahía. Me lo llevé; como único botín de esa aventura.
Volví algunas veces a Rio Turbio a visitar familiares. Pero hubo de pasar casi 30 años para tropezar con la misma piedra: intentar un emprendimiento allí. Ya era una ciudad; y el asfalto cubría desde el ingreso a la provincia hasta la frontera con Chile. De la Hostería El Gato Negro solo quedaba: una librería.
Me sorprendí. Cuando preguntaba por el Gato Negro me decían que ya no existía. Imaginarían que preguntaba por la Hostería, pero ésta había devenido en esa librería y conservaba el nombre. Yo buscaba donde ofrecer un libro de mi autoría y allí estaba; única sobreviviente del antiguo complejo: “El Gato Negro; era mi segunda entrada, y esta vez era yo quien le llevaba libros y no el que me los traía.
Me presenté ante el encargado y le ofrecí algunos ejemplares para la venta. Le conté los detalles de mi pequeño delito. Fue una charla amena, de risas livianas reflexiones, tomó mis libros en consignación y rechazó terminantemente mi oferta de compensar el hurto:
-Si lo leyó –me dijo-, estuvo bien robado- Y así; como pasado por las aguas del Jordán, se convirtió aquel libro en un regalo y dejó de ser un bien mal adquirido.
-Ojalá alguien se robe uno de los míos- le respondí, pensando: finalmente alguien se roba algo, si lo considera valioso.
Pero nadie se los robó y un tiempo después repuse los vendidos. La venta en total sumó unos 20 ejemplares. Para una población de entonces, año 2004; de 10 mil habitantes, se diría que fue Rio Turbio proporcionalmente el lugar donde más se vendió mi Libro: El Humor de los Sabios.
En una Red Social vi un cartel sobre una pila de libros que decía la siguiente estupidez: “No ponemos atención en cuidarlos porque un ladrón no lee y el que lee no roba”. Recordé la anécdota y decidí escribir este relato. Llamé a una amiga de esos pagos, saldo positivo de aquellos momentos, y me enteré que la librería cerró. Tras varias décadas esa familia pionera que llegó en los años ´50 del siglo pasado a la cuenca carbonífera, terminó su actividad comercial allí.
Pero no soy hombre que guste de inexactitudes cuando escribo, busqué en una página de Faceboock de Rio Turbio y contacté a un periodista para preguntar por el icónico comercio y su destino. Me pasó el contacto de una de las nietas del pionero inicial: Gabriela Gabaroni, una mujer que lleva el trasparente cielo del Sur en los ojos; debió ella misma ser de joven un espectáculo en aquella inmensa soledad de nuestro país. Hablamos por teléfono, vive ahora en El Calafate; le conté la pequeña historia y motivo de mi irrupción en su día, surgido de la nada. Muy agradable, me contó brevemente algunas cosas de la historia del Gato Negro y su familia; y yo le referí el encuentro con el encargado de la librería que tal vez fuera un hermano suyo.
 La única máquina del tiempo es la memoria, cuando nos cuenta nuestra propia vida.