Una reflexión sobre la virtualidad, un texto de Romina Paula, y el hastío como un sentimiento colectivo en el siglo que nos toca atravesar.
¿Vos también sentís como que si miras el celular ya no pensás todo lo que podrías pensar y por el contrario pensas lo que una pantalla te ordena que podrías pensar? Sentir como si no pudiera llegar al máximo esplendor de mis reflexiones porque una pantalla me invita a que me abandone, y es raro, porque esa cantidad de información redundante, esas fotos que muestran las caras siempre nobles de las personas, en el fondo no me otorgan nada sustancial para mi vida.
Es obvio que nuestra generación tiene mayor libertad individual que las generaciones anteriores, no lo niego, aunque a veces añoro alguna otra época, quizás por puro romanticismo añejo y pedorro, quizás porque me hubiera gustado conocer otra vida, otra vida de otro, donde lo tangible no pudiera constatarse en reacciones y cantidades de me gusta, donde lo tangible no fuera yo misma en una foto, donde lo tangible no sea el mercado Tinder que te promete sexo ya y efectivo junto a esas mil posibilidades lanzadas sobre la dimensión virtual gracias al inteligente algoritmo de la app, posibilidades que buscan recobrar vida en una noche que te terminará dejando insatisfechx: puro goce efímero, pura náusea que deviene en descartar ese producto elegido para volver a buscar nuevos productos, con la esperanza mínima de que resulten de mejor calidad. Y después ya sabemos de qué manera funciona esa repetición: búsqueda del goce/ goce efímero/ insatisfacción.
En lo virtual algo perdí, estoy segura, acá algo se fue y no lo recupero nunca y nunca lo voy a saber porque nunca lo conocí, yo nací el diez de marzo de mil nueve noventa y nueve a las nueve menos cuarto de la noche y oscilé apenas un año con el dos mil: desde los tres años una computadora de escritorio adornaba mi pieza, cuando agarré el juego The Sims no lo solté nunca y desde los diez años tengo redes sociales, en fin toda mi vida, toda una vida, así, literal. Ahora con veintiún años no soporto que me digan: centennial y chiquita sos (subrayado con marcador amarillo como si fuera una condena haber nacido en un mundo que ya se estaba pudriendo en ese entonces, que supuestamente es reciente).
También es incómodo sentirme ambigua, sentirme cansada de casi todo y que algunos días sean como una repetición pero no saber por qué. Es que además de intentar fortalecer nuestra identidad cuando estamos con amigxs o cuando salimos a la calle, lo tenemos que hacer también en las redes sociales, que son como una gran pantalla mediática donde a veces puedo sentir que si no publico nada quizás la gente piensa que estoy muerta (porque ansiedad ergo redes sociales).
Un día escribí que si mañana o algún día cercano muero la mitad de mi vida quedaría expuesta en Facebook, Instagram y Google, imaginé que la gente compartiría mí foto o escribiría en mi muro, mi mamá subiría una foto mía y la gente le diría: que chica buena era, viste vos que desperdicio la vida; a su vez esas serían personas con las que casi no tuve trato o no lo tuve nunca, pero igual ellxs osadxs dirían te quise tanto, tanto, y yo lxs miraría espantada si es que pudiera mirarlos desde la muerte.
Automáticamente después de escribir esa reflexión todo me pareció horrible y cerré mi Facebook, donde tenía 1500 amigxs y no conocía ni a la mitad. Porque en el fondo yo lo sé, las redes fueron un consuelo efímero por sentirme opaca, un consuelo por sentir que nunca estuve realmente presente en el mundo, y que quizás podía estar, podía pertenecer si alguien me sentía a través de una pantalla, si alguien me miraba a través de una pantalla y que esa mirada se transforme en reacción de Facebook, se transforme en corazón de Instagram.
Romina Paula escribe en ¿Vos me querés a mí? Un capítulo que me interpela y que siento acorde con toda esta reflexión sobre el malestar de habitar el mundo y la cultura, dice así:
“Un gran Mercado”
Sería algo así como que ya no soporto la cultura. Así, en esos términos. Advierto la convención y no la soporto. La sola idea de la eternidad, de ser un pequeño punto de intersección, una sombra de un punto en la infinita línea de la diacronía; llevar en uno la eternidad y ser, sin embargo, mortal se me hace tan pero tan insoportable… ¿El cuánto por ciento de mi hábitat se compone de materia prima? ¿El cuánto por ciento de mi entorno está compuesto por escenarios naturales? El uno, sin duda sólo el uno y eso contando aquella “materia prima” que ha pasado por mil millones de procesos antes de llamarse leche o jugo o fruta, todo apropiadamente envasado en estéril y esterilizante tetrapack. Ni qué decir de la locura, la inmensa y terrible locura del supermercado… El artificio hecho imperio, el artificio hecho emporio. ¿Cuántas etapas de proceso, cuántos materiales y personas median entre ese resabio de materia prima que nos alcanza y uno mismo? Intolerable. Y todo todo todo todo no es más que nacer reproducirse y morir donde toda la parafernalia cultural no es más que un ruido, un gran gran gran ruido heterogéneo hecho por todos a la vez, para no escuchar/enfrentarse a ese abrumador y abrumador silencio. Y en el medio, el cruel invento del amor.
¿Por qué traigo este texto? sobre todo por el hastío que describe el personaje del libro, sobre todo por el artificio como imperio y como emporio. Sobre todo porque las redes sociales también son un gran supermercado cultural, y si tuvieran nombre de supermercado les pondría Walmart, porque en ellas toda imagen es una convención y un artificio que está regido por lo hermoso, noble y brillante; ahí es donde creo poder intuir que mi cerebro se traba y lo tengo que resetear lejos de todo, lejos de mi y también de todxs lxs demás. Usé la palabra resetear y pienso que el punto máximo de inteligencia artificial calando alto mi subjetividad se localiza en el hecho de que utilizo prestamos léxicos del campo de la informática para describir mi agotamiento mental.
“Y todo todo todo todo no es más que nacer reproducirse y morir” enuncia la escritora y con ella puedo sentir la complejidad de este malestar que intenta solventarse con el goce inmediato.
Y si en todo caso este texto representa el agotamiento individual de sujetos circunscriptos en un mundo capitalista que promete estallar como predijo Marx: ¿Qué nos queda después? ¿Qué nos queda después de que hemos abandonado toda soledad para rellenar los huecos con historias de veinticuatro horas, selfies con efectos que nos hacen parecer a súper modelos y matches con desconocidos en Tinder? A veces me aterroriza pensar que no puedo vislumbrar el futuro, que nunca me pareció tan lejano, y a su vez que el futuro ya es y soy yo la que no puede afrontarlo. A veces me aterroriza la ansiedad que me genera toda esta confusión de no saber si yo pienso por mi cuenta o si quizás pienso lo que un Android me recomienda que piense.
A veces pienso que mi vida es un algoritmo, que todas las vidas no son más que algoritmos, y entonces me parece sentir que no hay nada.