Capítulo 13: Meg Ryan no existe

Recordar inmerso en la suavidad de la nostalgia, en la confortable tristeza del pasado. Eso le gustaba más que vivir.

Las cosas pasan así. Las más importantes, las que desvían la orientación de lo que pronto será nuestro futuro, las que terminarán de forjar nuestro carácter trágico. Cuando pasan sabemos que se trata de un acontecimiento fuera de lo corriente, no es como ir a la panadería o ir a trabajar, sabemos que son trascendentes porque lo sentimos acá, justo acá. Y pasan así. Aquel mediodía en Pehuen-Có no sonaba Vivaldi como ahora en el baño, aquel mediodía en Pehuen-Có sonaba otra cosa. No se acuerda bien qué, pero sonaba otra cosa. Por aquellos tiempos había descubierto a Keith Jarrett, entonces por comodidad narrativa vamos a decir que aquel mediodía en Pehuen-Có sonaba el Keith Jarrett trío en su discman envuelto en una toalla para evitar la invasión de la arena. También tenía un libro entre las manos, no se acuerda bien cuál, pero por la misma comodidad narrativa que con la música, pongamos que tenía La cámara oscura de Perec (ese libro tan escolar, tan incrédulo, tan ficticio, tan Mayo francés, tan estúpido).

Jugaban. Jugaban al primer encuentro. Formulaban variaciones sobre aquel primer encuentro verdadero entre los gases belicosos de los policías de diciembre de 2001. Lo actuaban como si estuvieran en una comedia romántica de Hollywood, en una de esas con Meg Ryan que tanto miraban y que tanto anhelaban. Y que tanto lloraban y que tanto cogían. El recuerdo no es más que una ficción sobre algo que en algún tiempo protagonizamos pero que no somos. Toda vez que revivía algún encuentro con Tony sabía que estaba recreando una ficción, no sabía muy bien si las cosas habían sucedido así. Ahora recordaba la variación número 2 o 3 o 15, la de la playa, el discman y Keith Jarret.

Un flaco, morocho de rulos ordenados, de rulos ordenados sobre el pecho bronceado, de labios finos, de piernas delgadas, se acercó y le hizo el gesto de sacarse los auriculares para pedirle fuego:

—¿Fuego?

—Siempre.

A veces, un juego reiterado ante un público incómodo por la presencia de los amantes varones e inescrupulosos. A veces, un juego reiterado ante ningún espectador, con menos gracia pero con igual candor. Les gustaba hacer eso, los revivía, los calentaba. Esas noches, de esas vacaciones, de ese verano, de ese camping en Pehuen-Có la carpa se llenaba de presagios de vida amable y vejeces de la mano. Soñaban. Tony entraba en la carpa, Diego se hacía el dormido, Tony se arrancaba la ropa húmeda por el rocío de cielo marino, Diego se hacía el dormido, Tony se metía debajo de los acolchados, Diego se hacía el dormido pero acercaba sus pies a los de su amante simulando una queja por haberlo despertado, Tony le apoyaba la pelvis sobre el culo flaco de Diego, Tony le apoyaba el pito duro, Diego le ponía la mano sobre el suyo a punto de endurecerse, Tony lo agarraba del cuello y se lo giraba hasta encontrar la lengua del otro, Diego le pedía que le apretara más fuerte el cuello y le entregaba la lengua con salivas de amor, Tony le abría y le humedecía las nalgas previo a la penetración a esa altura imposible de evitar, Diego le pedía por favor que no tardara más, Tony le besaba dentro de la oreja, Diego se masturbaba con la mano del otro…

En Pehuen-Có. Por Verónica Ocantos

Pero como sabemos las historias tienen un tiempo, todas sin excepción. Entonces peleaban, generalmente por la mañana o después del almuerzo, discutían sobre el carácter costumbrista que estaba tomando la relación, no se ponían de acuerdo, querían a toda costa evitar la pasividad repetitiva con que cedían su amor al descalabro rutinario del sexo y no lo estaban logrando. Entonces Diego se iba a caminar por las playas frías y casi vírgenes del balneario o se metía en el bosque de eucaliptos que rodeaba el camping y se fumaba un atado de cigarrillos sin parar. O se quedaba hasta que la pelea culminaba con un llanto derivado en siesta sobre la bolsa de dormir. O se fumaba un porro tirado sobre una manta mirando el cielo nublado. Tony, en apariencia más racional, arremetía con su lapidario:

—¡¡Meg Ryan no existe!!

Sabía que ese “Meg Ryan no existe” no era una frase más, esa frase refrendaba toda una concepción amable y de colores pastel en la virtud amatoria. Esa frase los condenaba a la acción de la furia sexual con la que se penetraban cada noche dentro de la carpa, los condenaba a besarse con las lenguas bien afuera, a lamerse los pitos y los anos prontos a penetrarse, los condenaba a la sudoración agria de las axilas, a la fertilidad del semen en las bocas. Ese “Meg Ryan no existe” de Tony marcaba la finitud próxima del fútil romance. Ese “Meg Ryan no existe”, lleno de indulgencias, constituía el prólogo invisible a la fatalidad de la ausencia. “Ese Meg Ryan no existe” era el martillo que sentenciaba el futuro de la relación a las ruinas del recuerdo agradable. “Ese Meg Ryan no existe” se extendería a lo largo de toda la relación como una idea de inminente ejecución. Aunque demoró mucho tiempo en ejecutarse, esa verdad del “Meg Ryan no existe” siempre estuvo ahí, cerquita de los dos, latiendo como la hemolinfa de los insectos antes de ser aplastados por un pie humano y arruinarlo todo.

Las comedias de Hollywood nos hicieron mierda la cabeza, pensó tocando un pie con el otro sobre el felpudo tejido a crochet. Más que las políticas o las guerras, pensó otra vez, mientras tiraba el vasito del yogur Ser en el cesto para los papeles del baño. Tenía razón. Tampoco sabía bien si las cosas habían ocurrido así aquel verano ¿acaso no era eso recordar? Inventarse el cuento como en las comedias románticas de Hollywood. Esto es una mierda, pero me encanta, volvió a pensar mientras sacaba un cigarrillo del botiquín. Vivaldi ya había terminado. Por esas invasivas reproducciones automáticas de youtube, ahora sonaba Sonny Rollins que no iba tan bien como Vivaldi para copular con el recuerdo de Tony pero lo ponía de buen humor. Salió del baño, los mellizos se habían ido sin saludarlo, o tal vez no los había escuchado. Abrió la computadora, tipeó la renuncia y se fue a almorzar a lo de Martha. Esa noche volvería a ver Frankie and Johhny, esa hermosa porquería hollywoodense.

En Pehuen-Có 2. Por Verónica Ocantos