Leer desde #1: El Comienzo

Troya Domínguez, el Enviado del Padre en la Tierra, llega a la Barbacana de Falucho. Al ver tanta predisposición, intenta conseguir un remplazo para la guardia que está yendo a cubrir con urgencia. Nadie puede aceptar su misión, pero, la aparición del sargento Cerruti lo esperanza con recibir algún tipo de ayuda.


Por eso, cuando se le inició un sumario al sargento Cerruti, el Gordo con eterna cara de nene entendió enseguida cómo venía la mano y actuó rápido, como era habitual en él. Para su fortuna, la borrachera de su hombre no había sido en el bar El Arranque, en el Barrio Diábolo u otro lugar propio de los canabineros, sino en los festejos por la independencia del Paraguay, organizada por el EB.

También jugaron a su favor los hechos de esos días. El sumario de un soldado borracho era insignificante al lado de la Traición de Molteni o el fin de la guerra, así que, para cuando se reanudó el juicio, los ánimos estaban más calmados. Pero la mejor carta vino, impredecible, de la mano de Troya Domínguez, un perfecto desconocido cuando Cerruti fue lo suficientemente vago para no bajar por la escalera a hacer sus necesidades, pero un héroe de carácter milagroso cuando se realizó el proceso judicial.

La declaración del Enviado del Padre en la Tierra constaba de dos partes. Una era verdad, la otra no. Lo cierto era que, al día siguiente, borracho como estaba, Martín Cerruti se presentó, apestando a sudor añejo y vino patero, a su puesto de guardia en la limeña sede de la Asociación Médica de Bahía Blanca, donde cumplió su tarea sin sobresaltos. El soldado al que relevó era el propio Troya Domínguez y había constancia de eso en varios registros, no sólo de la CJS, que podían ser impugnados por supuesto fraude o manipulación partidaria.

La segunda parte, la que no era verdad, fue hacerle decir al nuevo héroe milagroso que el acusado había sido un ejemplo para él, que le había enseñado a utilizar el rifle, así como algunos conocimientos elementales de táctica militar que habían sido fundamentales para evitar que la Sede fuera tomada por los ingleses. También, aparentemente, el sargento Cerruti le había enseñado las Máximas de Lima, incluida la Cuarta, que fue la que terminó de absolver al soldado excretador, del que podían cuestionársele millones de cosas, salvo su faceta militar, siempre eficiente y comprometida.

Para terminar de atar cabos, el propio Yebra y Cerruti fueron a visitar a la viuda, suavecitos como la espuma del mar. Con mucha paciencia, algo de franela y la promesa eterna de que el sargento iba a encargarse de los rosales de la señora que habían sido tocados por su inmundicia, el caso quedó saldado. La viuda quedó tan contenta que hasta le regaló un casco de preguerra, que había sido de su marido, al hombre que excretó su jardín desde cuatro metros de altura.

Por eso, cuando vio al canabinero al que todos conocían como “el sargento cagaviejas”, el joven de brazos inmensamente largos sintió que la mañana podía cambiar de aires. Resignado a que no podía ser su remplazo (si algo no necesitaba el cagaviejas era un sumario interno de la CJS), decidió mandarlo con la bolsa vacía, en búsqueda de alimentos y medicinas.

En el siguiente capítulo, el desayuno canabinero.