Leer desde #1: El Comienzo

Troya Domínguez llega al desolador centro de Bahía Blanca, donde la Cobija Socialista limeña no tiene injerencia. Su objetivo es llegar a la Delegación limeña para cubrir una guardia. El Enviado del Padre en la Tierra se siente cada vez más molesto con su recientemente adquirida condición de santo.


Tratando de mantener bajo perfil, Domínguez empezó a buscar, en cada puerta y en cada ventana, la imagen de Lima, que supuestamente habían puesto los de la Agencia de Cultura y Comunicación. Recordaba que el Gordo Yebra le había dicho que estaba sobre mano derecha pero, por las dudas, relojeaba hacia ambas cuadras. Estaba decidido a no preguntar a menos que no le quedara otra. No podía perder tiempo con gente que pedía más de lo que podía darle.

Sin embargo, ocurrió lo que últimamente le pasaba siempre. Bastaba una sola persona que lo reconociera y en segundos estaba rodeado. Y ya casi no quedaban personas que no lo reconocieran. Desde el Milagro de la Sede, tanto de la RSL como de la CJS lo tenían de acá para allá con las recorridas. Siempre le decían que le querían presentar a tal o cual persona importante, o mostrarle cómo funcionaba algo fundamental o que conozca el lugar donde se desarrolló alguna batalla épica, pero él se daba cuenta que su presencia servía para disciplinar a los propios o sumar a los ajenos. Lo sabía y sabía que estaba bien, que lo mejor para todos era que dejen de escuchar al Círculo Argentino y a los democríticos con sus mentiras, que dejen de ver a Lima como a un dictador trasnochado, para escuchar sus palabras reales y ayudarlo a hacer un mundo más justo, sin pobres ni excluidos.

Había un consenso generalizado entre los limeños acerca de que el origen de la guerra mundial había tenido que ver con la existencia del dinero, que generaba corrupción, avaricia y muerte, por lo que en la RSL no existía el comercio. En cambio, los putricios de Bordeu o los amargos de la Liga Democrática tenían otras teorías sobre la guerra y el dinero, aunque nunca se pusieron de acuerdo respecto a la moneda de quién usar, y cada bando acuñaba la propia. En lo que sí coincidían era en que, si una persona no tenía ese dinero, podía morirse de hambre que a su sistema de mierda no le importaba. Troya sabía, sentía y creía que lo que hacían sus superiores con la fama que le cayó del cielo era correcto, pero no podía dejar de sentirse sucio al hacerlo.

Intentando no frenar, Troya Domínguez se mostró ocupado, mientras se le acercaron vorazmente a saludar decenas de personas, todas demasiado enfermas, heridas, jóvenes o viejas como para ocupar un puesto de guardia. Metros más adelante, la gente amuchada auguraba problemas.

Era un edificio de la Asociación Médica de Bahía Blanca, o eso estaba pintado en azul sobre la blanca pared, junto con su escudo, formado por una redondeada “M”, conteniendo la “A” en su primera mitad y dos “B” en el renglón inferior, todo dentro de un círculo incompleto que parecían dos paréntesis.

Tanto Tomás Céliz como el Gordo Yebra le habían advertido que el consultorio que su unidad tenía que custodiar no era ninguno de esos, sino los que se encontraban en la Delegación Limeña, algunos metros más adelante. En ese edificio de la Asociación se cobraba por la atención médica, como aclaraba la cartelería donde figuraban los precios tanto en el Peso Moneda Nacional del CAB, como en el Austral, de la Liga Democrática.

Al reconocerlo, el enjambre se le acercó, con pocas noticias alentadoras o ayudas de algún tipo. La mayoría necesitaba algo. Otros lo seguían ingenuamente, sólo para estar cerca del nuevo mesías de Bahía Blanca. Troya no podía definir qué tipo de persona le molestaba más.

En la siguiente entrega, los Mártires de la Segunda Revolución.