Leer desde #1: El Comienzo
Troya Domínguez llega al desolador centro de Bahía Blanca, donde la Cobija Socialista limeña no tiene injerencia. Su objetivo es llegar disimuladamente a la Delegación limeña para cubrir una guardia, pero los transeúntes descubren al Enviado del Padre en la Tierra y lo rodean con sus demandas.
Al reconocerlo, el enjambre se le acercó, con pocas noticias alentadoras o ayudas de algún tipo. La mayoría necesitaba algo.
― Por favor, Enviado, salve a mi nieta ―le pidió una anciana que lo sujetaba con insistencia. Sobre su pecho, una nena de seis años se deshidrataba por la fiebre y apestaba a mierda―. Tiene la transgénica, Enviado. Está toda amarilla. Por favor le pido. En casa le rezamos a usted y al Padre desde el Milagro.
Luego del supuesto meteorito o lo que fuera, que cayó durante el británico asedio de la Sede, muchas personas comenzaron a mirarlo con otros ojos. Con el paso de los días, los vocativos de mi señor o salvador trocaron por el de Enviado del Padre en la Tierra o versiones más cortas como Enviado del Padre o, simplemente, Enviado. Troya desconocía por completo de dónde corno brotaban tales ocurrencias (sólo esperaba que pasen rápido).
― Por favor, Enviado, ayude a mi nieta ―insistió la anciana luego de que su mesías frenara su marcha ante el asedio de la gente―. Rece por ella. Hágale algo.
― Mi padre Gabriel murió cuando yo era muy chico no recuerdo nada de él, pero los que lo conocieron dicen que era muy sabio y por eso me transmitieron sus consejos ―dijo Troya Domínguez y la mención a su imaginario padre celestial sólo logró alterarlos más, por lo que tuvo que empezar a gritar por encima de la gente― ¡Mi viejo decía que no hay que buscar un milagro si alcanza con un médico!
― Esta cerrado ―dijo uno, con un nenito todo cagado a upa―. Dicen que es por la secta.
Sobre la completamente cerrada puerta del edificio de la Asociación Médica, un anuncio en papel improvisado le sacaba puteadas a todo el que lo leía: “Debido a las salvajes muertes del doctor Mugabure y los enfermeros Romero y Cardelli, los consultorios de la zona neutral permanecerán cerrados hasta que la seguridad sea restaurada”.
― ¡Todo esto es culpa de Lima, nos quiere matar a todos! ―gritó otro, amparado en la multitud. Troya tenía todas sus insignias limeñas orgullosamente a la vista.
Alrededor del joven soldado, la gente seguía apiñándose, aumentando el olor diarreico que venía con la mayoría de ellos. Mierda. Mucho olor a mierda. Sin embargo, no era el hedor ajeno lo que más le molestaba a Domínguez, sino el desamparo que veía en sus ojos, y que hacía que la anciana se aferre a su brazo, con uñas y desesperación.
― Ya la llevé, Enviado. Está cerrado el consultorio, pero ―confirmó la anciana, como si hiciera falta.
Troya la miró fijo durante unos segundos, tratando de ubicar de dónde le sonaba su cara. Conocía ese rostro, curtido e indescifrable. Conocía esa nariz de aguilucho y esos dientes torcidos, como si hubieran sido tirados en su boca así nomás. Mientras ella seguía rogando sin parar, comprendió que al que había conocido era a su hijo, probablemente padre de la niña enferma.
Silvio Latorre, soldado valiente y leal, terminó involuntariamente bajo las órdenes de Domínguez, en la resistencia improvisada de la Sede de calle Garibaldi, contra la Batería de Infantería inglesa que atravesó la Muralla de las Vías como si fueran un ejército de fantasmas. Junto a él, Troya, Mohamed Gutiérrez, Eva Laspina y otras tres personas subieron al techo de la Escuela 16, para demorar el avance de la tropa enemiga. Mientras un grupo de niños salía cagando para el centro con una carta firmada por el recluta Domínguez, para avisarle al Ejército de la RSL, ocupado en el británico asedio a la Municipalidad, y que manden refuerzos si no querían perder el cuartel general limeño.
De ese techo, bajaron vivos sólo ellos cuatro, pero Silvio murió minutos después en la puerta del ex club Villa Mitre, luego de una maniobra demasiado arriesgada, que terminó con tres ingleses muertos y con Latorre convertido, según palabras del General Manuel Lima, en uno de los Mártires de la Segunda Revolución. Si era cierto que ella era la madre, y esa cara no admitía mayores dudas, a su hija le correspondía un lugar de por vida en la Cobija Socialista, donde las condiciones de salud eran bastante mejores que en el territorio neutral.
― ¡Por favor, escuchen! ―con voz fuerte pero vergonzosa, Troya Domínguez empezó a hablarle a la multitud.