Leer desde #1: El Comienzo
Troya Domínguez llega hasta la delegación limeña, en el desolador centro de Bahía Blanca. Por una desinfección, los consultorios están clausurados y el Enviado del Padre en la Tierra no encuentra al bolivariano Mendoza, lo que acrecienta su preocupación. Desde una puerta lejana se escuchan voces de un limeño juicio contra un viejo conocido de Domínguez: Roberto “Tito” Noche.
Cuando Tito Noche se enteró que iba a tener que mudar las instalaciones de Fauna de la plaza de Villa Mitre a los terrenos del Parque Independencia, se quiso matar. Durante días estuvo llevando troncos, muebles, alimento para animales y todo tipo de porquerías sin bajar del vehículo, para no hablar con nadie de Fauna, argumentándose a sí mismo que eran todos traidores.
Técnicamente, su rol como conductor y su rango de capitán lo hacían responsable de reconocer la mercadería, pero como los dos motorizados que iban con él estaban más familiarizados con los camiones, se desentendió del tema enseguida. Nunca leía los informes que firmaba. Ni siquiera se calentaba en preguntar a sus subordinados si necesitaban ayuda o si había ocurrido algún inconveniente. Su tarea se limitaba a conducir. Y todo, todo, todo el tiempo escuchaba la nueva radio de Cultura y Comunicación, Hablando de la Libertad. La nueva señal de la CyC, que ya contaba con otras tres emisoras en el desierto dial de la frecuencia modulada, era la primera en pasar rock argentino, todos los días, todas las noches, todo el tiempo y fue uno de los mimos que Juana Tizón, la hacedora de poetas, les dedicó a los Canabineros Junto al Socialismo por su aporte en la extinta guerra.
― ¿Puedo poner una canción? ―una tercera voz, que Troya tampoco había escuchado antes, parecía divertida con la situación.
El cabo Mendoza seguía sin aparecer cuando empezó a sonar “Gran Lady”, desde la habitación del juicio. Troya reconoció la canción casi al instante: tanto el Gordo Yebra como el Chivo eran fanáticos de los Redondos, desde antes de la guerra. Con dificultades para controlar su ansiedad, el subteniente Domínguez cogoteaba en cada esquina, buscando señales del soldado bolivariano, sin querer abandonar del todo la puerta de los consultorios.
― ¿Es necesario hacer sufrir al perro? ―se quejó El Rey de la Manada, cuando la canción dio paso a la voz del Indio Solari, y el animal empezó a aullar, entre el miedo y la histeria, con tanta fuerza que Troya dejó de escuchar la canción―. Doctor Bautista, por el bien del animal, puede parar la música ―ordenó el teniente de Fauna, serio como un informe escrito, luego de unas pocas estrofas. La canción se apagó al instante y el animal, por fin, se calló―. Este perro iba a ser el mejor buscador de pólvora que jamás haya tenido la RSL y por culpa de un infradotado ahora le tiene miedo a la gente y a los ruidos fuertes. Nos pasamos días pensando que era el cambio de lugar, o que quizás había tenido un problema con algún perro de allá, hasta que alguien puso la radio y empezó a sonar esta ―la voz del Rey de la Manada se detuvo, probablemente a pensar la palabra―, canción. Odia esa canción y cuando empieza a cantar el ―otra pausa― hombre. Es como si lo estuvieran matando.
― El “hombre” se llama Indio Solari ―con el paso de los años, Tito Noche había aprendido a ser realmente insoportable―. Si no tratan con más respeto a los próceres me voy a mi casa.
― Y no es sólo esto ―continuó el abogado Bautista, que Troya se preguntó si era el mismo Bautista que comandaba la Delegación Este, del que el Gordo Yebra hablaba pestes cada vez que surgía en una conversación―. El animal estuvo rengo una semana, por un esguince, y se le descubrieron tres magullones más, propios de haber viajado en un vehículo conducido en forma imprudente.
― Eso es una infamia ―se quejó Noche, el motociclista más escurridizo de la RSL―. Una payasada política de los “bobivarianos”.
― Tenemos testigos que lo vieron bebiendo, señor ―retrucó el abogado.
― ¡Tomaba de esa porquería que prepara él mismo! ―aportó una nueva voz, intempestiva― ¡Y nunca se bajó del camión para controlar nada!
Justo en ese momento, por el extremo opuesto del pasillo, apareció el cabo Mendoza con toda su cara de boludo.