Inexorable#32: a la Espera de Refuerzos

Inexorable#32: a la Espera de Refuerzos

Leer desde #1: El Comienzo

Troya Domínguez llega hasta la delegación limeña, donde, por una supuesta desinfección, los consultorios están clausurados. El Enviado del Padre en la Tierra ingresa rompiendo la puerta y encuentra a unos chiflados infiltrados, mutilando médicos hasta la muerte. Dos enfermeros yacen maniatados esperando su turno para el sacrificio. El joven de brazos inmensamente largos mata a uno de ellos, mientras le impide la salida a tres asesinos más, entre ellos su ex amigo Ramiro Zavaleta.


― ¡Avance soldado! ―el supuesto monje del gorrito colorido le ordenó en un grito al hombre del escudo de policarbonato. Tenía empuñada una especie de lanza casera, con una punta que metía miedo ―. Tenemos que escapar ya.

― Y escapemos ya ―dijo el alto y abrió la puerta que tenía a su lado de ancho manotazo.

La puerta golpeó contra la pared, rebotó y, por la fuerza, volvió contra la pared. Adentro, un pequeñísimo baño, con ducha sobre el inodoro y un mínimo lavamanos, no mostraba escapatoria.

― ¡Cabo Mendoza¡¡Mendoza! ―empezó a gritar Troya mientras se parapetaba en la puerta.

― Vamos giles, qué estamos cagados ―dijo Ramiro Zavaleta y avanzó, metiéndole presión a sus dos compañeros armados.

― ¿Y el fuego? ―preguntó el alto, con sádica preocupación.

― Ya fue el fuego ―le respondió el supuesto monje―. Vámonos a la mierda.

El hijo de los médicos asesinados desenfundó una fiera hacha de punta filosa, pero Troya sabía perfectamente que no la había usado en su vida, por lo que se concentró en los guerreros.

Hacía varios años, ambos adolescentes soñaban con ser los nuevos Fernando Yebra o Alejo Betrán, que por esos días eran los héroes de todo pibito de la RSL. Para eso se anotaron clandestinamente en las milicias del capitán León Riestra, falseando su edad, porque el Inexorable prohibía anotar en los ejércitos a chicos de menos de quince años. Lo que no contemplaron fue que Riestra le fuera con el cuento al Gordo Yebra, de que el hijo de Gabriel Domínguez y el de dos de los médicos más prestigiosos de la Asociación se habían enrolado en sus filas.

Al enterarse, Yebra comprendió que no podría parar el anhelo bélico del joven de brazos inmensamente largos, así que lo sumó a su tropa como meritorio, figura sí permitida para menores de edad. Si el hijo de su amigo Gabriel Domínguez estaba tan apurado por hacerse matar, prefería tenerlo cerca para protegerlo.

La suerte de Ramiro Zavaleta fue totalmente distinta. Sus padres le prohibieron cualquier participación militar, lo sacaron de la Formación Básica Limeña y empezaron a educarlo ellos mismos, para que siga sus pasos en la medicina y, a la vez, se aleje de las malas juntas. La profesión de soldado les parecía demasiado peligrosa, así que le buscaron algo más tranquilo. Ahora, sus cuerpos permanecían inertes y mutilados, ofrendados a vaya uno a saber qué dios chiflado.

En segundos, el grandote avanzó con decisión sobre el costado derecho del subteniente Domínguez. Blandía un kukris, corvo, filoso e inmenso en la diestra, detrás del gigantesco escudo antidisturbios de preguerra, que sostenía con la izquierda y apuntaba directamente hacia su enemigo. A través del policarbonato transparente, sus ojos negros prometían violencia. Detrás, pero a la espera, el monje empuñaba la lanza.

Más rápido que su rival, Troya desenrolló el poncho de su brazo izquierdo y lo lanzó, abierto, sobre el escudo de policarbonato, obstaculizando la visión del portador. Inesperadamente, el enfermero limeño levantó como pudo sus piernas amordazadas, tumbando de bruces a la mole, ciega y narcotizada. El joven Troya lo quería vivo para interrogarlo, por lo que ejecutó una clásica maniobra del Regimiento «La Gloriosa» para desarmar al oponente sin matarlo, pero dejarlo tumbado del dolor: le dio con el filo hasta el hueso del tríceps del brazo hábil, que quedó colgando, rojo y nervioso.

El supuesto monje no pareció amedrentarse por la caída del compañero y cargó contra Troya, que fue a levantar el facón para atacar, pero no pudo. Sin dejar de hacer ruido por la nariz, el grandote del brazo colgante soltó el escudo y sujetó el arma del limeño con la mano que le quedaba.

En la siguiente entrega, el Escape. Final de la segunda parte del segundo capítulo.


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