Leer desde #1: El Comienzo
Troya Domínguez pelea con un supuesto monje de la secta que aterroriza a toda la población. El Enviado, con el brazo herido, logra reducir al chiflado, que busca suicidarse para no ser capturado. En la confusión, el joven de brazos inmensamente largos se distrae y el asesino toma el control, listo para rematar al limeño en el suelo.
Listo para terminar con todo, el asesino cruzó miradas con el Enviado del Padre en la Tierra y el golpe no llegó más. Con los ojos llorosos, el chiflado arrojó una queja gutural al aire y dio unos pasos para atrás. Con toda su fuerza, tiró el facón de Domínguez dentro del patio donde estaba la entrada del túnel y empezó a correr. A la pasada, levantó la lanza con la punta que metía miedo y, desde el suelo, Troya lo vio irse con una ligera renguera en su pierna herida, que no llegó a frenarle el tranco tanto como al limeño le hubiera gustado.
Molesto por el dolor nervioso, que nacía en la herida del brazo, pero se esparcía por todo su cuerpo, el subteniente se paró como pudo y fue a buscar el facón. Desarmado, capturar al hábil lancero era posible. Lo imposible surgía cuando, a la ecuación, el limeño agregaba sus pretensiones de sobrevivir. Dentro del patio, el brillo de la hoja afiladísima le ayudó a encontrar su arma canabinera con bastante facilidad y dejarlo listo para perseguir, otra vez, al chiflado del pelo geométrico.
Al llegar a la esquina, Domínguez descubrió dónde estaba. Era territorio limeño, como había supuesto, pero, si le hubieran dado veinte oportunidades, jamás hubiera adivinado que estaba a media cuadra de la ventosa calle Brown, a demasiados pocos metros del lugar donde había empezado su jornada, en esa fría mañana de posguerra.
A menos de cien pasos, el monje rengo avanzaba hacia la Terminal, donde el subteniente podría pedir refuerzos a la Compañía de Motorizados o a su propio puesto de Infantería “Tripa y Corazón”, que estaba pegado al Taller General.
Con renovadas fuerzas, Troya apuró el tranco y todo parecía indicar que lo alcanzaría inminente, pero, al llegar al lugar donde el arroyo Napostá salía de abajo del asfalto, el chiflado saltó al vacío. Sorprendido, el subteniente siguió corriendo. Conocía de sobra el arroyo que atravesaba su Villa Rosario natal como para saber que, desde la calle hasta el agua, había unos cuantos metros y que, con una lluvia como la de los últimos días, la corriente arrastraría a cualquier ser humano como si fuera una bolsa de papas. Eso sin contar que, en pleno junio, agua e hipotermia eran casi sinónimos.
Al llegar al borde, Troya notó que el plan de los chiflados seguía sumando sofisticación: una especie de colchoneta esperaba el salto del prófugo, del que no había rastro alguno. En esa parte, el Napostá volvía a la superficie, luego de haber estado entubado varios kilómetros bajo el asfalto bahiense, por lo que el loquito de la lanza tenía dos opciones: bajar al aire libre y a la vista de todos, siguiendo el cauce del arroyo, o luchar contra su corriente, las ratas, los perros, los vagabundos antisistema y los soldados limeños, hasta llegar al Paseo de las Esculturas, ya en territorio de la Liga Democrática.
En definitiva, con estos hijos de puta no se podía saber, así que era una cuestión de instinto y Troya optó por bajar la corriente. De alguna forma se convenció de que, si se equivocaba, podía avisarle al Chivo Larralde o al propio Gordo Yebra y rastrillar el arroyo entubado desde cada extremo. Si bien las relaciones con los democríticos no eran de los mejores, ellos habían tenido tantas bajas a causa de la secta como los limeños, por lo que hasta podrían aportar hombres a la búsqueda.
Tanta reflexión fue inútil porque, pocos metros más adelante, Troya pudo divisar al loquito de la lanza, subido a un sólido bote de madera que, por su tamaño, esperaba transportar a más personas. El chiflado llevaba levantada la capucha del uniforme robado, ocultando un corte de pelo que hubiera llamado la atención en cualquier limeño. Sobre todo, en un soldado bolivariano, que no se caracterizaban por ser estrafalarios.
Domínguez volvió a la calle. Sabía que metros más adelante estaba el puesto fluvial, que no era más que una construcción precaria de madera con algunos kayaks y botes de poca manga y calado mínimo, que se usaban para enviar provisiones a la inundada localidad de Ingeniero White, aprovechando, cuando las lluvias lo permitían, la corriente del arroyo. En el puesto, comandado por el suboficial Mario García, podría conseguir una embarcación, un arma de fuego, dar la alarma general y, con suerte, algún refuerzo.
En la siguiente entrega, Asesinato en el Puesto Fluvial