Inexorable#42: un paseo por el Napostá

Inexorable#42: un paseo por el Napostá

Leer desde #1: El Comienzo

Herido en su brazo izquierdo, Troya Domínguez persigue a un monje de la secta asesina en Villa Rosario. Al llegar al arroyo Napostá, el chiflado de pelo geométrico se lanza sobre una embarcación para darse a la fuga. En el puesto fluvial, Mario García es gravemente herido por el monje. El Enviado consigue un kayak y una escopeta con los que capturar al asesino.


El Napostá estuvo más o menos tranquilo hasta el 5 de Abril y, cuando las lomadas en el recorrido lo permitían, el limeño divisaba al monje devenido en bolivariano, casi cien metros más adelante. Después, el arroyó empezó a serpentear, cada vez con más fuerza, a medida que se acercaba a la ría. Hacía rato que Troya había dejado de remar y se limitaba a tratar de esquivar, piedras, troncos, chatarra arrastrada por el agua o las ramas de los árboles ribereños. Cada tanto, algo golpeaba la quilla, y el kayak, con varios remaches a cuestas, bamboleaba sin piedad. Ya era bastante irritante que los vaivenes lo mojaran por completo, pero, además, el Napostá ya se había tragado la mitad de los perdigones de la escopeta, la cantimplora y una lista que aumentaba con cada embate.

El peor momento fue cuando perdió el facón. De repente, sin que Troya pudiera hacer nada, el tronco de un sauce inmenso emergió desde el fondo del arroyo y dejó al kayak perpendicularmente al borde del hundimiento. Domínguez usó toda su fuerza y devolvió al bote a su eje, pero el facón que le había regalado Paradiso Vivona por su heroica defensa de la Sede no tuvo la misma suerte. Al menos, la escopeta seguía aferrada a su espalda, pero Troya sabía que esta pérdida le traería algo más doloroso que un reproche: la desilusión silenciosa del Abuelo de todos los canabineros.

El blando sol de invierno ya estaba lo suficientemente arriba como para calentar alguito la mojada humanidad de Troya, mientras el kayak era llevado por el agua como la hoja de un roble en otoño. Hacia varios minutos que, por las curvas y el follaje, el subteniente Domínguez había perdido de vista al loquito de la lanza, aunque suponía que seguiría unos metros adelante porque no había visto su bote, ni en tierra ni tampoco incrustado en alguna chatarra.

Por las dudas, Troya se descolgó la escopeta, aprovechando una leve subida del terreno donde la corriente amainaba su tracción. De haber podido elegir, seguramente Troya hubiera preferido perder la escopeta con todas las municiones, antes que el facón. Como todo soldado de la Resistencia Socialista, tenía formación en armas de fuego, pero realizada con un FN-FAL, el rifle más numeroso en las reservas limeñas. De chico, le había tirado con un aire comprimido a las palomas y también había usado un revolver alguna que otra vez, pero era la primera vez que utilizaba un arma de perdigones.

Luego de la subida, el arroyo ingresaba en una depresión lo suficientemente recta como para divisar, doscientos metros más adelante, el bote del fugitivo.  A los costados, todo era un gran pantanal de agua de mar y lluvia, dominado por gaviotas. Muchas gaviotas.

Cada vez más cercano, se veía lo que alguna vez fue Ingeniero White y lo poco que emergía sobre el agua: una columna con franjas rojas y blancas, una construcción enorme que parecía un castillo, y toneladas y toneladas de férrea chatarra industrial.

Troya ni se calentó en apuntar. A esa distancia quizás no hubiera podido acertarle ni aunque él y su objetivo estuvieran estaqueados al suelo. Sobre el Napostá, directamente era imposible, así que el joven soldado se limitó a esperar.

Poco más de un centenar de metros más adelante, algo le empezó a extrañar. Tardó un rato en descifrar que el bote del chiflado no se movía, estaba quieto en el medio de un arroyo que, en plena bajada, estaba más furioso que nunca. Unos segundos más le tomó entender que el bote estaba incrustado en el esqueleto de un colectivo que era más óxido que metal. Cuando faltaban cien metros terminó de ver al loquito de la lanza, con el arma presta para atravesar a Troya, ante el menor amague de desembarco.

A partir de allí, fue todo cosa de unos segundos. El limeño decidió que igual iba a saltar a la chatarra. Si la esquivaba, la corriente lo llevaría demasiado lejos y el chiflado se escaparía. Si dirigía el kayak contra una de las veras del arroyo, el loquito de la lanza saltaría hacia el otro lado y se escaparía. Para cuando Troya pudiera atravesar el cauce, el fugitivo ya le habría sacado demasiada ventaja (si no lo esperaba en la orilla para ejecutarlo de un puntazo).

En la siguiente entrega, Duelo en el Napostá


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