Leer desde #1: El Comienzo
El mayor limeño Miguel Larralde recibe la noticia de la muerte de su hermano menor en tierras del Círculo Argentino de Bordeu, durante una misión secreta. Dentro de la Sede de la RSL, algunos de los más importantes miembros de la Resistencia Socialista Limeña le comunican que el caído Rafael Larralde era un militar de identidad reservada, mucho más importante de lo que el comandante de Motorizados suponía.
El Chivo se quedó callado, estaqueado frente a la gran mesa de operaciones militares, tratando de recordar si había visto a su hermano desde la Traición de Molteni. Necesitaba saber si le había mentido en la cara sobre sus tareas en la RSL, igual que engañaba a todo el puto mundo. Al verlo calmado, Juana Tizón, la hacedora de poetas, retomó sus palabras.
― Es importante, Miguel, que entiendas que Rafael era un militar de identidad reservada y que ―la mujer de Lima hizo una pausa para decir la palabra―, tácticamente, no podemos reconocer su muerte hasta que no sepamos qué va a hacer Bordeu. Por lo que escuchamos en la grabación, no saben mucho de su misión real. Ni que estamos investigando los vínculos de la secta con los Pérez Lamadrid. Ni tampoco que el infiltrado caído es hermano tuyo. Si reconocemos que está muerto alguien de la Arriagada sería demasiado sospechoso.
― Y digamos que estaba en Fauna. Si ni yo sabía que estaba en la Arriagada ―propuso a voz en cuello el comandante de Motorizados.
― Si fuera cualquier otro podría ser, Chivo. Pero es tu hermano y alguno de todos los espías que tenemos metidos le va a prestar atención.
― ¿O sea que no puedo llorar a mi hermano? ¿No le puedo contar a Pampita? ¿O a sus sobrinos?
― A sus sobrinos, no ―Juana Tizón dejó la parte de “llorar al hermano” para otro momento―. Sobre Victoria, me gustaría que lo charlemos en privado.
― ¿Qué vamos a hacer? ―el Chivo no podía enojarse con Juana Tizón, la de dulzura infinita, así que volcó su furia contra el Gordo Yebra― ¿Vamos a dejar que esos hijos de puta maten a mi hermano así nomás?
― Necesitamos pensar un plan para esto ―el teniente Fernando Yebra hacía equilibrio entre mostrarse comprensivo con su amigo y cumplir con su limeño deber―. No es sólo Rafael, Chivo. Podemos generar otra guerra si hacemos mal las cosas.
― ¡Y qué se venga otra guerra! ―bramó Miguel Larralde―. Si en Bordeu son todos traidores, asesinos y fascistas. Matemos a esos hijos de puta, liberemos a los docilizados y seamos todos felices.
― No es tan fácil…―empezó a decir el jefe de todos los canabineros pero se calló, cuando el Chivo salió eyectado de la habitación entre puteadas.
En el pasillo exterior del insonorizado Salón de Asambleas, un secretario de la CyC, que esperaba presto por si adentro necesitaban algo, casi se va al piso por salir del camino del inmenso Miguel Larralde. Él ni lo vio. No vio nada. Sus ojos estaban metidos para adentro, contemplando indefenso un dolor que brotaba de lugares donde antes había orgullo por su descarriado hermano menor. El oficial Rafael Larralde. El traidor que no quiso hacer carrera en Motorizados y se fue con los putitos de Fauna pero, bueno, después de todo, era un Larralde. Y los Larralde no se llevaban bien con los mandatos familiares.
«¿Y ahora qué carajo hago?», cada tanto, pululando entre tanto recuerdo ingobernable, surgía esa pregunta. Y luego, mucho antes que la respuesta, irrumpía la conciencia de que todas sus pulsiones, todos sus pensamientos, todos sus prejuicios, lo llevaban a cuestionar a Manuel Lima, única persona en el mundo a la que el Chivo le confiaba su absoluta subordinación.
En la siguiente entrega, la Enfermedad de Lima