Leer desde #1: El Comienzo
El mayor limeño Miguel Larralde recibe la noticia de la muerte de su hermano menor en tierras del Círculo Argentino de Bordeu, durante una misión secreta y le piden que no la haga pública por motivos tácticos. Ante su enojo, intercede su amigo, el Gordo Yebra, para tratar de calmarlo.
En el puesto de Motorizados, un grupo de mecánicos le daba duro a la carrocería de un Unimog, baleado por muchas y variadas municiones británicas. Guitarras eléctricas y una voz chillante, taparon los pasos de Larralde y de Yebra. «Rata Blanca. Odio Rata Blanca», se obcecó el Chivo para sus adentros. Era la nueva radio de Juana Tizón, Hablando de la Libertad, que estaba ganando cada vez más adeptos entre los canabineros.
El comandante de Motorizados caminó hasta la radio, metida en una caja amplificadora de cedro, y la desenchufó de la Red Eléctrica Socialista. Recién en ese momento, los mecánicos notaron la presencia de su comandante y dejaron al instante lo que tenían en las manos para saludarlo.
― Déjennos solos ―ordenó Miguel Larralde y nadie atinó a cuestionarlo. En el instante en que se retiraron, el mejor conductor de la RSL empezó a hablar con el Gordo―. ¿Quién lo sabe?
Fernando Yebra se sorprendió con la pregunta. Vestía el marrón de los infantes, pleno en condecoraciones, un tanto más clarito que el estándar, con los dos soles dorados propios de un teniente coronel, el parche verde con la cruz del sur en blanco que le correspondía por ser el Centinela del Sur, la bandera nacional limeña y el brazalete tricolor en su brazo izquierdo, con el escudo del Club Villa Mitre, pero con la sigla CVM, reemplazada por las letras de la CJS, que lo identificaba como el jefe de todos los canabineros. Sobre su panza, una mancha festiva permanecía etílica pese a los lavados y al paso del tiempo.
El Gordo pensó que la duda de Miguel no sólo reñía con las normas y protocolos militares limeños, sino que, además, era inútil. Sin embargo, le respondió, sabiendo que ponerse testarudo con el Chivo era como querer romper el blindaje de un Challenger con los dientes.
― Los que estábamos hoy. El General, obviamente ―Fernando Yebra sabía que su amigo quería escuchar un nombre en particular, por lo que fue enumerando pausadamente, buscando que algo dirija su rencor hacia otro sector―. Los de la Arriagada que rescataron la grabación. Trinity. San Martínez. Lemarchand. Banega. Domingo Bautista. La idea es que todos los centinelas estemos al tanto por si aparece algún cuerpo no identificado o señales de que Bordeu está usando esa información en nuestro territorio ―cuando se le acabaron los nombres que no eran los que el Chivo quería escuchar, el Gordo empezó a desarrollar temas que, creía, podían desviar su atención―. Nos pidieron también una lista de hombres que puedan colaborar con la Arriagada, en caso de enviar una misión allá. No sé si le dijeron a Ángela, pero es probable porque el Viejo…
― ¿El chinito sabe? ―Miguel Larralde conocía demasiado al Gordo para esperar, así que fue al grano y preguntó por el capitán Yucatán, el único asiático de la RSL.
― Obvio que sabe ―seguro de que el Chivo no aceptaría una negación, el teniente con eterna cara de nene recurrió a la verdad.
― ¿Por qué obvio? ―el tono del comandante de Motorizados se pareció menos al de una pregunta, que al de un pedido para que se dirija, inmediatamente, a un lugar específico de la anatomía de su madre.
― Por que sí. Maneja una brigada, que casualmente era la de Molteni ―como buenos limeños, ambos canabineros se tocaron el izquierdo ante el nombre del ex coronel―. Conocía a tu hermano, por más que no te guste. Hasta debe haberlo recomendado para que lo acepten en la Arriagada ―el Gordo Yebra se arrepintió al instante de haber dicho eso, así que salió por la tangente con cualquier cosa―. Y están los perros y los caballos y las palomas y todo eso que se necesita para una misión oculta.
Pese a la confirmación, el Chivo no demostró un enojo acorde. De alguna forma ya lo suponía, así que guardó su furia para cuando viera al capitán Yucatán, comandante de la Brigada de Fauna, cómplice de Molteni y responsable de la muerte de Rafael Larralde.
En la siguiente entrega, Rafael Larralde, el Negri.