A uno le están tatuando un dragón feroz que abarca partes de su espalda y panza. Puede que sus anteojos estén empañados, hay sufrimiento.

Me invitan a sentar en un sillón de falso terciopelo azul que resulta ruidoso y se hunde más de lo que esperaba. Cuando eso se estabiliza descubro a mi alcance la escena del tatuado y se me da por mirar furtivamente. Su cara tipo lechón despierta en mí una empatía vegana que se me pasa rápido, me molesta cómo lucha contra su incomodidad. Le están dibujando el cuerpo con una aguja y él insiste en hacerse el distendido. Este falso relax incluye hacer un llamado telefónico que pone en evidencia el aura de cosa forzada que lo envuelve, lástima que no llego a escuchar lo que dice. Tengo que conformarme con ver cómo su panza semiblanda se va llenando con la cabeza de un dragón. Yo iba a tatuarme un pez en la espalda o el cuello pero el panorama nuevo me asusta. Tres minutos antes me preocupaba el dolor, la cicatrización. Ahora me concentro de lleno en recopilar las formas de ridiculez ahí presentes y todo lo que junto me da ansiedad, me pone en un estado de alerta. Esto no va, pienso, me impulso para arriba y salgo caminando, me voy del lugar de tatuajes y mis pasos me llevan solos al supermercado que hay al lado.

No me acuerdo de necesitar algo así que invento qué comprar. Porotos pallares porque me gusta el nombre, una polenta, al principio voy por ese lado de lo imperecedero. Después veo que están las papas fritas a la crema de cebolla certificadas sin tacc de treinta pesos el paquete, y mi compra toma otro rumbo. En esas papas encuentro un equilibrio entre el placer y la autodestrucción. Que no tengan tacc es irrelevante, sí importa que la crema no es crema ni nada cercano, la proporción de sal, y que las papas en sí son en realidad nabo, una hortaliza que es un misterio para mí. Agarro dos paquetes y sigo para las golosinas, elijo una trenza de material dulce espumoso, qué es eso? Eso es justo el tipo de cosa que pretendo conseguir en un supermercado.

Yendo para las cajas veo que un viejo le sacó la tapa a más o menos diez yogures y pretende seguir, pero caen dos de seguridad y se lo llevan. Él aletea y grita furioso, no se entiende qué. Yo sigo mi camino sin asombrarme, sintiendo una anestesia en el aire o una droga que viene de la luz. El olor a yogur me despierta y por un rato me resulta esperanzador.

Después empiezo a aburrirme, estoy en una fila que se fue trabando, hay nada más tres personas adelante mío pero hace rato que no avanzamos. De la caja vecina empiezan a desviar gente a las de al lado, hay movimientos raros que me distraen del estancamiento. Hago foco y veo una zona restringida que armaron recién en la que hay cierto caos y también alguien que acomoda prolijamente unos pocos artículos que son cosas para hacer una picada. Cuando llega la policía termino de entender que hubo un intento de robo. Un intento de robo de picada. El señor adelante mío dice algo como: mirá si será sinverguenza el delincuente, se robaba los quesos de primera calidad, si tenía hambre eso no era necesario. Habla en voz baja y sin dirigirse a nadie en especial, cobarde y salivosamente como pastando. Miro lo que lleva en su carrito y no lo puedo creer, lo del robo y una parte de lo que él compra coinciden casi perfecto, cosas para picada de las más caras. Qué robaría él si tuviera hambre. Arroz. Fideos. Pan. Hay algo incorrecto en tratar de imaginarlo, ese hombre robando por hambre es imposible. Buscó un contacto visual de complicidad pero nadie se prestó a eso y ahora está quieto pareciendo una vaca otra vez, una vaca con ojos de ave de corral.

Por un momento confluyen el viejo del yogur, el ladrón de picada, gente de seguridad y policías. Tanto el hombre vacapollo como yo miramos embelesados, supongo que por distintas razones. El ladrón no habla, está desahuciado, como perdido en una angustia silenciosa que me conmueve. Los gritos del viejo se gastaron un poco, libró una lucha apasionada y quedó agotado. Su mirada todavía está enloquecida pero hay más, podría ser lucidez, como si entendiera y padeciera su falta de recursos para explicarnos qué es lo que está pasando con los yogures que deben ser destapados. Se queda sin voz, se desinfla, está completamente solo.

Se los llevan a los dos por caminos distintos y va volviendo la normalidad narcótica. Le toca al hombre vacapollo, la cajera va pasando quesos, salame, yogures, botellas de agua, para y le dice: señor tiene trece artículos y el máximo para la caja rápida es doce. Lo primero que él hace es indignarse, es un enojo macizo y de color rojo, con gran emisión de saliva. Después dice que a él la otra cajera siempre lo deja pasar de más y habla de una condición de salud que lo obliga a comprar esa cantidad de yogures, que es cuatro. La cajera insiste y el hombre sube el volumen de su cacareo. La cajera lo mira dueña de una paz interior que nadie podría derrumbar. Tiene que dejar algo, señor. Al final vacapollo elige un yogur y lo aparta. No tengo dudas, ese yogur es algo que debe ser destapado.

Afuera una señora me vende un orégano hiperrealista. Lo huelo y digo faaa, ella asiente, conoce sus yuyos. Justo del lugar de tatuajes sale el hombre lechón, se queda parado boludeando con el celular, parece alguien triste, alguien que jamás se tatuaría un dragón. No hay ni rastros de fantasía en él, ni de narcisismo, sale caminando y no despliega ningún tipo de ala.