Al Cafetín de Almagro

Un mozo aparece y se instala detrás de la barra.
Con la incomodidad del que tiene el cuello torcido,
con la incomodidad de un alma torcida, lo veo.
Él morirá y yo moriré.
Él dejará la barra y yo dejaré mis versos.
En un momento dado morirá la barra y morirán mis versos.
Después, en otro momento, morirán la ciudad donde está el bar
y el idioma en que fueron escritos los versos.
Después morirá el planeta gigante donde pasó todo esto.
En otros planetas de otros sistemas algo parecido a la gente
continuará haciendo cosas parecidas a versos,
parecidas a vivir sobre un mostrador,
siempre una cosa frente a otra cosa,
siempre una cosa tan inútil como la otra,
siempre lo imposible tan estúpido como lo real,
siempre el misterio del fondo tan cierto como el misterio de la superficie,
siempre ésta o aquella cosa o ni una cosa ni la otra.

Una mujer entra a la milonga (para bailar, espero),
y la realidad plausible cae de repente sobre mí.
Me enderezo a medias, enérgico, convencido, casi humano,
y se me ocurren unos versos en que digo lo contrario.

La saco a bailar y me olvido de escribirlos
y saboreo en la danza la fuga de todo pensamiento.
Siento la estela de los pasos y gozo,
en un momento sensible y alerta,
la liberación de todas las especulaciones
y la conciencia de que la metafísica
es resultado de estar medio enfermo.
Cuando termina la tanda me siento
y miro la pista y las personas alrededor.
Mientras el destino lo quiera, seguiré bailando.

Me levanto, me acerco a la barra.
La mujer le charla al mozo, pide algo de tomar.
Veo a Gladys de espalda, que ignora la metafísica
y todas las semanas organiza esta milonga.
Como por instinto, se vuelve y me reconoce;
me saluda, le pregunto cómo está y el universo
se reconstruye en mí sin ideal ni esperanza
y el mozo de la barra abre un vino y sonríe.