«Ninguna persona que yo conozca ha dicho jamás nada bueno de Bahía Blanca…»

Así Martín Kohan arranca las primeras líneas de su prosa en una de sus novelas, donde habla justamente de lo yeta de una ciudad, que al igual que en la narrativa, parece, nada ocurre. Pero él quiere hablar de abandono, de como un neurótico atraviesa el abandono mejor dicho, y ahí es cuando aparece Bahía. Rarísimo, al menos para mí -en un primer momento-, porque esa bahía puede ser todo menos una ciudad abandonada. Puede bien tener resabios de largas década pasadas, alrededores teñidos de aires anacrónicos o barrios que parecen haber quedado en standby hace más de cien años. Es un lugar posible de impasibilidad que alcanza a confluir tan bien generando una mística  un tanto contradictoria, donde es lo nuevo en la zona, pero en sí misma, es algo que ya se vio. 

Cuando era chica vine a la bahía por primera vez, y viví durante un tiempo en una casita que literalmente databa esa edad (cien años), quizá más, la habían construido a su gusto y antojo unos señores ingleses que recordábamos cada vez que alguna andada arremetía fuerte contra el piso y entonces, crujía la madera, recordándonos -como si no lo supiéramos- la vigencia de su materialidad. En fin, con esto espero poder arrimarme un poco a aseverar que sí, ella recoge aquello que parece prescribir.  

Tratando de entender el trasfondo de la historia y el punto de convergencia entre el lugar –bahía– y el sentimiento –abandono-, logro concluir coincidiendo: hay lugares que son la permanencia de un sentimiento. Una tarde es visceralmente triste, un domingo es profunda soledad, las playas son el deseo; Y así lo material deviene en inmaterial o viceversa, y asociamos un lugar con nuestro estado. Nos gusta el mar porque fuimos felices. Nos repelen los espacios en donde fuimos inseguros, vulnerables. Volvemos deseosos a ese bar. Evitamos ese destino que nos dio disgustos. [sigue]

Volviendo, confieso que en ocasiones me encontré diciendo que la bahía era incipientemente re-sentida -al menos para mí-, y cualquier natural que tachado a pecho lleve su tierra me hubiera insultado, y con motivos quizá. Re-sentida en sentido que visceralmente-siente, y acaece porque puede ser mucho, pero escatima, en tanto puede llegar a tener, y sin embargo no. Si eso no genera un profundo sentir, ¿entonces qué?

[…] La renuncia al mar, que en sectores de la ciudad y dependiendo del viento podía intuirse, pero nunca verse, presentirse pero no apreciarse, lo que suponía una verdadera forma de la renuncia, renuncia de lo que podría haberse tenido y no se tiene.

Pero pienso y me doy cuenta que entonces no hablo del lugar, hablo de mí, porque si puedo pero no lo consigo me frustro, y entonces transfiero, proyecto. Pensar a la bahía como paradigma de abandono, a mi juicio no era verosímil, ya que a mis ojos siempre fue una bahía de paso, como lo fue para Darwin, Martínez Estrada o para Sabina -que igual en la mayoría de los casos encuentra volver-. Y así, agotando la posibilidad que en la bahía y por la bahía se pasa: pasando el viento del sur, pasando gente para la Patagonia, pasando estudiantes durante algunos años, pasando pasa; constato que quizá lo que pasa sea la bahía. La bahía como paradigma, porque en definitiva ¿qué es una bahía no? más que un pedacito de mar abrazado por la tierra, y entonces esa materialidad – o inmaterialidad- abrazada no es en sí el significado que le otorga su significante, sino la representación de quien la mira, de quien la encarna, de quien la habita.

Por lo tanto, pienso que quizá sí, la bahía puede ser un recóndito abandonado para aquel a quien el abandono intenta abrazar, pero quien con suma resistencia intransigente se niega oponiéndose. Y si en mi caso, en esa bahía hay una proyección de paso -permanente o momentánea-, es que quizá dé cuenta de mi transcurrir, o quizá de mi finitud, como quien de paso (es)tá.