Hace unos días me ubiqué en el asiento número nueve de un bondi que iba para Colonia. Atrás mío se sentaron una pequeña niña y su madre. Estábamos recién a unas 15 cuadras de Tres Cruces cuando la niña vomitó. Su madre se quejó y empezó a limpiarla, la nena se largó a llorar mientras repetía «me da susto», probablemente porque no sabía identificar sus verdaderas sensaciones: incomodidad, dolor de estómago, capaz que un poco de angustia y frustración. Al rato la madre le empezó a sacar la ropa para cambiarla. «Me da susto», volvió a llorar la nena, a lo que su madre respondió «no te está mirando nadie», porque comprendió que lo que sentía su hija era vergüenza por estar desnuda en un bondi lleno de gente. 

Eran las seis de la mañana y yo ya me estaba dando cuenta de que me iba a resultar difícil conciliar el sueño, entonces me puse a pensar en la cantidad que cosas que nos pasan que no podemos asimilar del todo simplemente porque no sabemos nombrarlas. El olor a vómito nos envolvía, la pibita seguía llorando, la madre trataba de mantener la calma pero le costaba. Entonces hice lo que hago cada vez que quiero aislarme de una situación que no me gusta: me refugié en una casita de palabras.

  1. CARACOL. Según cuenta la leyenda (mis padres), yo un día estaba sentada en silencio hasta que dije «caracol». Como era justo lo que estaba escrito en un cartel que yo estaba mirando, mi madre quiso corroborar que no era casualidad y señaló otra palabra. «¿Y acá que dice?» me preguntó. Yo volví a entrar en una especie de estado hipnótico, y al cabo de unos minutos pronuncié la respuesta correcta. Así fue como aprendí a leer. 
  2. PUTA. Cuando era chiquita puteaba mucho, sin parar. Un día mis padres me sentaron y arreglamos que a partir de ese día me iban a dejar pronunciar una y solo una mala palabra de mi elección, que la pensara bien. Yo evalué pros y contras de cada vocablo, pero en realidad la decisión fue muy fácil. Más allá de las polémicas connotaciones del término, había una ganadora indiscutida por sonoridad de su primera letra, contundencia y, sobre todo, variedad de expresiones que la utilizan. Fue el mejor negocio de mi vida. 
  3. CICATRIZ. Siempre tuve la costumbre de leer la última palabra de cualquier libro antes de empezarlo. A veces sospecho que sigo leyendo ciertas novelas tediosas por la curiosidad que me genera conocer el caminito de palabras que conduce a esa que yo leí. Cuando recién había salido el tercer libro de Harry Potter, J.K. Rowling dijo en una entrevista que la última palabra del último libro iba a ser «cicatriz», dato que me produjo una extraña tranquilidad. Años más tarde llegué a ese ansiado final. «The scar had not pained Harry for nineteen years. All was well», que se traduciría como «La cicatriz no le había dolido a Harry en los últimos diecinueve años. Todo estaba bien». J.K. Rowling me había mentido, así que estaba todo mal. 
  4. LISTAS. Antes creía que nacíamos con una cantidad limitada de veces que íbamos a poder decir cada palabra, entonces me esforzaba por ampliar mi vocabulario para no gastar ninguna antes de tiempo. Ahora no creo más eso (bah, no sé), pero a veces me gustaría saber cuáles son las palabras que ya dije por última vez, o cuándo fue el primer día que usé tal expresión y en qué contexto, o poder visualizar listas con las palabras que más digo o las más raras, con bases de datos e infografías. Otras veces me alegra que todavía queden cosas que se pronuncian y desaparecen, sin que quede registro de su impacto.
  5. RESTINGA. Cuando descubro una palabra nueva siento la necesidad de recuperar el tiempo perdido entonces tiendo a repetirla, a forzarla dentro de frases que nada que ver, a transformarla en comodín. A los 15 años, por ejemplo, visité con el liceo Península Valdés y ahí aprendí «restinga». Se ve que la usé mucho, porque hace unos meses (es decir, 18 años después de ese viaje) mi amiga Marcia me mandó una foto de un cartel que contenía «restinga»‘, como si me hubiese aferrado con tanta fuerza a esa palabra que en un momento comenzó a formar parte de la idea de mí que tienen las personas.
  6. VÍNCULO. Las palabras están formadas por letras, y las letras se relacionan y tienen personalidad. Las consonantes son un equipo y las vocales otro, entonces una palabra que tiene «una y una», como «mariposa», es para mí una palabra tranquila, en cambio en «agua» me afecta la soledad de esa G, que pierde por goleada. Hay casos más complejos como el de uno de mis apellidos, «Prost». A simple vista la «O» tiene todas las de perder, pero justo se da que todas esas letras son vecinas (O,P,q,R,S,T), entonces la tratan bien. 
  7. PREGUNTA. Cuando tenía 17 años alguien que estaba haciendo un trabajo de epistemología me preguntó si yo creía que era posible pensar sin utilizar palabras, y yo no supe ni sé la respuesta. A veces pienso que pensamos exclusivamente con palabras, y otras que las palabras que conozco son solo una mala traducción de cuestiones más complejas, como le pasaba con sus sentimientos a la nena del bondi, que por suerte al rato se quedó dormida.