Salió al patio listo para remover la tierra yerma, como un taladro que penetra la pared sin importarle qué hay detrás; en el garaje, la pala de punta le pesó como un muerto. Nunca había pensado mucho en ese pedazo indócil de jardín al que a veces regaba y, otras, destinaba a acumular basura, pero cuando el encierro lo aburrió se obligó a mirarlo de frente, se organizó y lo hizo. Sabía cómo tenía que operar, otros fragmentos de ese espacio al aire libre sí habían recibido su atención, por lo que luego de regar y ablandar el terreno, removió la tierra, la separó como si sus falanges tuvieran filo, se agachó y con las manos enfundadas en guantes de goma, intentó hacer un agujerito para depositar allí algunas semillas. Un campo minado. Lo primero que notó fue una pequeña resistencia, le costaba abrirse espacio con los dedos, introducirlos en la tierra y hasta le parecía sentir el dolor de estar abriendo una herida, expandiendo sus bordes, desgarrándola cada vez más. No se detuvo, quería terminar. Al poco tiempo la resistencia se convirtió en tirón y, desesperado, vio cómo toda su mano derecha se perdía en la tierra, cómo desaparecía llevándose consigo el brazo, el hombro, el omóplato, el resto del cuerpo. Silencio, el mismo que el del encierro y el toque de queda. Cuando su hija salió a buscarlo para almorzar, lo único que vio fue la pala y la gorra de su padre sutilmente apoyada sobre la tierra removida. Al entrar otra vez a la casa, escuchó un grito, pero no se dio vuelta. A veces, solo a veces, las cosas están donde deben.