Un día en la playa, cuando yo era un niño, mi padre me enseñó a calcular la hora con el sol. El experimento requería simplemente de una rama y, a través de su sombra, se podía saber la hora de una manera aproximada. Con el tiempo me lo olvidé y siendo sincero jamás tuve la necesidad de usar el experimento que mi padre me había enseñado con tanto entusiasmo.

Hace apenas unos años, cuando yo tenía 17 años y me encontraba en la incertidumbre y la vergüenza adolescente, fui con mi padre a vacacionar a Monte Hermoso. Yo deseaba ir para estar con mis amigos y pasaba con ellos todas las horas posibles. Agotábamos en grupo las horas de sol en la playa y le sacábamos a la noche el máximo provecho posible antes de caer dormidos en las cuchetas o a veces en la arena.

Una tarde había decidido quedarme en casa durmiendo hasta tarde y cuando me desperté me encontré solo en mi casa. Bajé hacia la playa en busca de mi padre y, con la excusa de saludarlo, también buscaba algo de plata para juntarme con mis amigos. Cuando llegué a la playa lo pude ver a mi padre de espaldas, mirando el mar y parado sobre la arena seca con unos amigos y familiares. Me acerqué despacio, queriendo evitar saludar a todos los conocidos porque sabía que mi cara de dormido sería un disparador de preguntas que no tenía ganas de responder. Cuanto más me acercaba, más escuchaba las palabras de mi padre, que hablaba en una ronda mientras marcaba la arena con un palo. Al estar de espaldas, ninguno de ellos me había notado y en un sigilo absoluto escuché a mi padre explicando cómo calcular la hora con el sol a sus amigos y a una niña de apenas 10 años que parecía divertirse más con los surcos que dejaba en la arena que con la explicación de aquel adulto.

En ese momento entendí que a mi padre no le importaba el experimento, sino que disfrutaba de explicarlo, de hacer una coreografía perfecta y secreta donde marcaba un círculo en la arena con la rama y señalaba al sol con el brazo extendido. Explicaba también el uso que había tenido en la antigua Grecia y siempre finalizaba su demostración diciendo la hora que era y comprobándola con el reloj pulsera que su padre le había regalado en su cumpleaños número 17.

Comprendí que la gente alrededor de mi padre también disfrutaba de su explicación, riéndose en los pequeños chistes y maravillándose con el experimento que oscilaba entre un ejercicio práctico y una anécdota que le había enseñado años atrás mi abuelo cuándo él era apenas un niño.

Comprendí que el experimento había sido una excusa para pasar tiempo conmigo y hoy era una excusa para divertir a sus amigos y a la niña de 10 años que no paraba de reírse con los garabatos que había dejado en la arena la rama. Cuando la explicación había terminado lo saludé y también saludé de manera apresurada al resto de amigos y familiares que me cargaban por mi cara de dormido y mi cuerpo desgarbado. Le pedí algo de plata y le expliqué que me iba a la casa de mis amigos y que volvía a la hora de la cena.

Esa noche, después de haber cenado en casa y de un baño de agua caliente que se sintió como dormir una larga siesta, me vestí con mi ropa más nueva y me dirigí a la casa de mis amigos.

Caminamos toda la noche, entre las calles céntricas de monte hermoso y el ruido de la marea alta que golpeaba contra la rambla y los paradores. El amanecer nos encontró en la playa a mí y a mis amigos, mientras nos reíamos de anécdotas y de juegos de palabras groseros que se escuchaban con la voz gastada de tomar cerveza y fumar cigarrillos.

Después de contemplar el amanecer en un silencio que también sonaba a cansancio, recogimos nuestras cosas y caminamos por la playa. Tras unos largos minutos vi una rama clavada en la arena y decidí tomarla. Frené el paso frente a mis amigos y levanté la vista hacia el sol.

– «¿Saben cómo se mide la hora con el sol?» – Exclamé.

– «No» – Me dijeron mis amigos al unísono pensando que se trataba de una broma.

La explicación de mi padre volvió a la cabeza y mis manos empezaron a hacer las mismas figuras que él hacía en la arena y las palabras que había dicho antes me salían por la boca con el mismo tono, con las mismas pausas, cómo si fuera una oración religiosa, mientras mis amigos se reían de los mismos chistes de los que yo me había reído hacía varios años. Cuándo terminé la demostración comprobé la hora con mi celular y entonces mis amigos se sorprendieron de que aquel experimento que parecía una broma en realidad funcionaba.

Luego seguimos caminando por la playa alejándonos del sol y acercándonos a mi casa mientras nos reíamos a carcajadas de chistes sin gracia. Al llegar a la bajada de mi casa me despedí de mis amigos y caminé lento las cuadras de asfalto que faltaban pensando en el experimento del reloj y en la sensación extraña que había invadido mi cuerpo mientras lo explicaba.

Ese día algo cambió en mí y ya no sentí la vergüenza adolescente que me alejaba de mi padre ni la congoja que se me había formado en el pecho desde que me habían preguntado mi nombre completo en el primer día de la secundaria. Ese día sentí el peso de mi apellido cómo un linaje sobre mi columna y comprendí, por primera vez, qué yo era Sebastian Rodríguez y que lo seguiría siendo por el resto de mi vida.

Sebastian Herrera.

Gracias infinitas a Lourdes López por el título de este cuento y las correcciones.