―¿Y qué es un héroe? ―preguntó el Tato. De vez en cuando se le daba por largar preguntas filosóficas, sobre todo cuando conversar era lo mejor que se podía hacer.

Con él estaban Jota, el Pelado y el Ruso.  La noche avanzaba calurosa; el hielo de la jarra que habían llevado hasta la esquina ya se había convertido en agua. El pueblo ―de apenas ocho manzanas― continuaba despierto.  Imposible dormir con semejante calor.

Bien arriba, las estrellas.  Nítidas, rodeadas de cielo limpio.

El Ruso, con el escarbadientes saliéndole de la boca, tiró:

―¿Súperman?

―¡Ja! ¡Con poderes, cualquiera es héroe!  ―respondió  el Tato luego de mandarse un trago de agua helada―. Héroe de verdá, digo.

―Pa mí son los de la escuela, chabón ―opinó el Pelado―. Los de los cuadros, esos de las flores en los actos.

―Pienso que un héroe es alguien…―largó lento, el Jota― que hace algo que nadie más que él puede hacer. Algo bueno, ¿eh? ―y agregó, con entusiasmo creciente― ¡Como Maradona, bro!  ¡Pa mí es un héroe!

—¿El gordo ese? ¿Héroe de qué? —preguntó el Ruso.

—Mi viejo me mostró un golazo en Iutuve. El gol del siglo, le dicen. ¡Tremendo lo que fue eso! —dijo el Jota.

―¡Ah, sí! ¿Y por un gol va a ser un héroe? ¡¿Más que un soldado de la guerra?! ¡Andááá! ―reclamó el Ruso.

―¿Cuántos van a la guerra? ¡¿Cuántos?! Tiren un número, ¡dale!

―¡Qué sé yo! Muchos, miles.

―Bueno, ¿cuántos hacen lo que hizo el Diego en el 86? ¿Eh?  ¡Encima fue gol contra los ingleses! ¡Dice mi viejo que se le pone la piel de poyo cada vez que lo ve!

El Tato iba a decir algo pero justo se acercó la Inés, abrazada a un libro.  Vestido fresco, corta falda acampanada. Las piernas de la muchacha avanzaron sin preocupaciones sobre la calle de tierra. Los cuatro disimularon el impacto.

Cuando se crece en un mismo pueblo algunas cosas se complican.  

―Hola, chicos, ¿cómo andan? ―iluminó con su voz.

―Hablamos de héroes ―se apuró a responder el Tato―. ¿Vos?

―Leo. Y trato de encontrar a mi héroe, de paso.

El Ruso casi se tragó el escarbadientes.

―¡Es chiste, ja, ja! ¡Voy a mi casa! ¡Nos vemos! ―su andar ondulante paralizó a los muchachos.

Y el Pelado se animó:           

―Pará, Inés. Uy, una luciérnaga en tu ciel, digo, en tu pelo…  acá, mirá … te acompaño…

La noche tragó los pasos, las voces se apagaron difusas  y el canto de los grillos salvó el silencio de los tres que se quedaron mirando.

Muy cerca, las estrellas.