La falta de trabajo reciente hizo que Marta, a sus cuarenta y tres años, debiera mudarse a un apartamento reducido en las últimas calles del pueblo. La soledad, la nostalgia de la vieja casa nunca pudo subsanarse; había vivido ahí sin haberse mudado nunca, desde muy joven.

Ya estaba bajando el sol de las seis cuando el vendedor, afanoso, le entregó  el manojo de llaves.

-Espero que lo disfrute Marta.

-No tengo duda que sí, hasta luego.

No fue mucho el tiempo que perdió acomodando sus pertenencias, cuya cantidad era proporcional a ese tiempo. Al cabo de unas horas ya estaba todo en su lugar,la comida digiriéndose y el agua del té a punto de hervor.

Marta se había acomodado en el sillón de mimbre, detenida en la sección de la lotería. El pequeño pasillo se erigía pálido e iluminado, frente a ella.

el nueve no, el tres si.. Marta escuchó un sonido líquido. Levantó  la mirada y creyó ver una pequeña sombra circular pasar de lado a lado. A sabiendas de que podía ser una laucha, empezó a deliberar sobre que hacer.

En ese momento comenzó a silbar la pava, así que se dirigió a la cocina y levemente se distrajo entre los dos posibles sabores de té que tenía en su alacena, eligió menta, eligió boldo, mezcló  los dos.

Esta vez sintió un chillido. La impaciencia del día hizo que se molestara rápidamente, lo que le hizo salir indignada  hacia el pasillo . Estaba el lugar tranquilo, solo un pequeño relieve que contrastaba sobre el suelo pudo advertir Marta a lo lejos. Desaceleró instintivamente sus pasos, y se acercó cautelosa; esta vez pensando que era una araña monstruosa, el miedo distorsionó la visión. El corazón empujaba, y rebobinaba con fuerza el movimiento de su caja torácica. Faltaba un pedazo de zócalo, del lado izquierdo.

El relieve no era otra cosa, para su asombro, que un cachorro de gato gris y jaspeado.Se sorprendió del hallazgo insólito, pero la embargó la ternura en sobremanera luego. Aquel pequeño animal no tenía mas de una semana de nacido.

-¿Qué  hacés minino acá?. Sos muy bebito vos.-

Pensó que podía ser del barrio. No pensó que un gato tan pequeño no puede caminar por si solo.Lo llevó a su habitación y lo envolvió en bufandas de lana.

Se sucedió la noche, el sol salió de nuevo sobre las casas del pueblo. Volvió la brisa fresca de la mañana y las orgullosas calandrias comenzaron a despilfarrar imitaciones de pájaros famosos.Un gallo apasionado cantó  desde las cuatro, pero despertó a todos los vecinos, menos a Marta.

Abrió los ojos a las siete en punto, había descansado como los dioses. Es decir, tan bien dormida, como el gato pequeño entre las bufandas. Se levantó, lo había dejado a su lado dentro de un canasto.-¿ Dormiste bien minino perezoso?- Le preguntó mientras lo acariciaba cuidadosamente con el dedo índice. El gato pareció atender a sus palabras, y luego se dio  vuelta para seguir durmiendo.

A eso de las nueve pasó  por lo de su vecina, doña María, quien le avisó  meses atrás sobre el alquiler y a quien conocía de hace ya mucho tiempo.Le comentó brevemente lo ocurrido, le preguntó si cabía la posibilidad de que el gato fuera suyo, respuesta negativa. Lo dejó a cuidado de María mientras fue a averiguar por el barrio. Nadie, tenía esos animales a excepción de perros, gallinas y patos. Tampoco sabían de ninguna gata que recientemente hubiera parido y pudiera haber llevado su cría hasta ahí, aunque fuera lo mas lógico.

Volvió a su casa para buscar un abrigo, los días  engañosos de septiembre la habían hecho elegir ropa liviana.

Al entrar estaba en el pasillo. Salía de la rotura del zócalo y se extendía por todo el techo y la pared, en ondulaciones que provocaban arcadas. Tenía los ojos saltones y antinaturales, como salidos de una pintura. Y clavó  la mirada en Marta. Su piel era como lana de oveja , y por momentos el pasillo quedaba en penumbras, porque al moverse tapaba con su anatomía el foco de la luz. Empezó a acercarse a Marta con la lentitud de una oruga, mientras esta permanecía inmóvil.

El parasitario animal comenzaba a hacer sonar la mandíbula, y a abrir lentamente la boca, de donde empezó a salir una polilla  del tamaño de un perro. Su cuerpo viscoso provocaba ventosa en el suelo, sonido que se unió al sonido del timbre. En ese momento Marta reaccionó, saliendo de aquella profundidad insoportable, en que había sumido sus pensamientos la mirada aversiva de aquella aberración. Salió y cerró  la puerta con llave, temiendo que rompiera el vidrio de la ventana. 

Quien llamaba a la puerta era doña  María, había ido a decirle que ya se le había ocurrido de donde podía venir el gato. Pero al ver a Marta en un terrible estado la llevó  hasta su casa e intentó calmarla.

– En el zócalo María, en el zócalo.-Dijo al borde de un ataque de histeria.

-Marta, tranquilizate por favor. Se debe haber metido algún bicharraco del pastizal. Esperame acá.

-No vay..-intentó terminar de decirle Marta, pero las palabras no salieron a tiempo y la puerta se cerró de un golpe por la vecina, quien caminó hacia la casa con aires de heroísmo y una escoba en mano.

Al entrar, como suele darse en este tipo de situaciones, todo estaba en su lugar. Doña María  caminó  hacia el pasillo, y efectivamente vió una ranura en el zócalo de tamaño llamativo.

-Te agarré, rata asquerosa, ya sé donde tenés la cueva.- Dijo, y se agachó  para mirar.

Marta empezó a hablarle desde detrás  de la ranura del zócalo, con dulzura la invitó a pasar.