Las personas que se tiran de los trenes la verdad que son personas inteligentes, yo no me tiro de los trenes simplemente porque no me subo a ellos, pero si me subiría a uno de esos tumultos de gente con auriculares en las orejas, bolsas en el piso, y señoras ancianas que no me ceden el asiento… me tiraría sin dudarlo, pero como nunca me subí, ni me subo a una de esas cosas con movimiento y niños delincuentes preguntando si quiero comprarles tarjetitas de la virgen María y del Gauchito Gil no hago nada, y sigo con los pies sobre el suelo. Pateo la bolsa de la mujer de adelante y trato de no pensar en ello, se le cae la yerba, me hago el disimulado y miro para otro lado.

  Como ya sabemos yo no me subo a esos trenes de porquería, es probable que fantasee con llevarlo a cabo, me pruebe a mí mismo que soy capaz y le dé todo el dinero que tenga a la criatura con pantalones más nuevos que los míos, me atrevería a decir que, incluso, más limpios. Pero el vende tarjetas del gauchito gil y recibe plata por ello, yo en cambio tengo que esperar cada muerte de obispo para recibir dinero. Ahora me estoy arrepintiendo… quiero que me dé la billetera, porque en el fondo no tengo el valor de hacerlo, ¿qué dirán de mí? Que era un tipo bueno, que sólo tenía problemas psicológicos y toda esa basura que comentan siempre…

 Ya era tarde para arrepentimientos económicos, el nenito se fue contento. Además de infeliz ahora era pobre.

 Sigo mirando para adelante y al cabo de unos diez minutos descubro que el pibito me robó la sube. Son cosas que le pasan a la gente que no se tira de los trenes, si me hubiera tirado antes no habría sucedido. Claro, agregando, por supuesto, que tendría que estar en un tren.

 Ya pasaron veinte minutos, en este momento debería encontrarme en el funeral, llorando por culpa y no por dolor, entristecido de no haberle dicho cosas en vida. No lo conocía tanto pero de todas formas llevaría flores, y como todo hijo de Dios pronunciaría palabras que el fallecido nunca escucha.

—Oh muerto, sé que estás muerto, pero tenés que saber que ahora que te moriste te quiero, porque en vida fuiste una porquería.

 Ese sería el gesto más sincero. La realidad es que le tomo un cariño indescriptible a la gente que se muere, me deprimo y me agarra una especie de crisis existencial: ¿cuánto tiempo me queda? Y esas estupideces de nosotros los mortales, cito en ocasiones al destino…

—Todos vamos a llegar a esto.

—Tenía que ser así.

—Debe estar en un lugar mejor.

 Por dentro pienso que somos un yogurt con fecha de vencimiento y que el único “lugar mejor” se titula como “cenizas” o “pudrición”. Claramente no se lo digo a las mujeres que vienen con los mocos colgando, y el entrecejo sin depilar, todas acongojadas y destrozadas. (Aun sabiendo que está la amante del difunto en el funeral).

—Era un buen tipo —aseguran (los que no lo conocieron).

 La viuda ignora que esa no es la única amante, un desliz se lo perdonaba tres deslices ya no. Por eso nadie le confiesa nada…

 Mi problemática comenzaba en el momento previo a todos los llantos sobreactuados, cuando estaba frente al muerto… Recuerdo que ese hombre había padecido un infarto. Treinta y pico, unos años más que yo y en breve estaría bajo tierra, eso por no cuidarse de la presión. En fin, debía sellar el labio inferior con el superior, no tenía el pegamento de siempre porque el estúpido de Oscar me ignoró cuando le dije que la vieja esa tenía colágeno y gastaríamos el pegamento entero. Quedaba apenas una gotita, no pegaba y no pegaba.

—Se te cae la baba —bromeé. El fallecido no se rió.

 Los apreté hasta quitarle la piel del labio, probé con un poco de saliva y quedó… más o menos.

 Lo bañé con ayuda de Oscar y otra vez se me trepó esa sensación en la garganta “la pena” justamente en éste trabajo no tendría que ser de lo más compasivo y sensible.

—Oscar, ¿de que murió éste? —pregunté.

—Ya te dije, de un infarto.

—Sí, ¿pero cómo fue?

—No sé, la hija estaba preocupada porque se había quedado con un reloj de oro, viste que siempre hay un hijo predilecto. Según me dijeron el tipo fue sorprendido.

—¿Sorprendido? —supuse que se trataba de otra amante.

—Sí, resulta que le estaban planeando la fiesta de cumpleaños, las luces apagadas y todos escondidos detrás de los sillones, con las maracas y los silbatos. Ya estaba grandecito no tenía doce años. El impacto fue mayor de lo que esperaban y… se infartó, se echaron a perder la torta y los regalos, los nietitos mirando. Unas ganas de estar ahí y robarme la torta.

—¿Nietitos? —pregunté asombrado.

—Sí, tenía problemas con la presión pero no para procrear, para eso era bastante rápido…

—¡Pobre! ¿Y qué hicieron? ¿Cómo reaccionaron?

—Para mí que no lo querían —Oscar levantó el brazo del difunto—. A ver que te pego una cachetada, ¡a ver!

—Dale, no jodas con eso, es serio. ¿Cómo que no lo querían? —insisto.

—Escuchame si vos sabés que a tu viejo le robaron cuando llegaba a su casa no lo sorprendes de esa forma, le haces una llamadita: “que los cumplas feliz, que los cumplas feliz” y ya está, hoy en día se soluciona todo con video-llamadas.

 A partir de ese día mi mente hizo un cambio, quizás por haberlo observado en demasía, quizás por detenerme en su mirada y en su carencia de arrugas, pero lo cierto es que estuve toda la semana buscando infartarme, sentía que debía conectarme un %100 con las personas que me daban de comer, porque gracias a ellos yo consumía fideos, asado o… si se morían pocos: zapallo.

 Me estuvo yendo bien profesionalmente pero las emociones se me iban al carajo, le pedía a mi sobrina que cocinara con mucha sal, que necesitaba un susto capaz de enterrarme. Lo gritaba, ¡lo suplicaba!

—¡Quiero infartarme!

 Pero no pasaba nada.

 Me encontraba con diferentes tipos de causas para expirar y todas parecían gratas, dejaría de sufrir insomnio, no tendría que acomodarme la corbata de porquería (que siempre me quedaba torcida) y por sobre todo no tendría que ver más esos rostros pálidos. Gente gritando, gente tirada en el suelo suplicando que revivan a sus familiares o conocidos, y yo por dentro me preguntaba… ¿para qué?: ¿Para extender lo que ya tuvo su fin?, ¿para tener que pagar más impuestos sin recibir una mísera ayuda del estado?, ¿para descubrir infidelidades? Ahora sí… me apiado de los que murieron antes de los veinte, o de los que murieron antes de tener un trabajo, ahí sí los compadezco, en esa instancia la vida es buena, bah… más o menos, ahora estoy recordando la adolescencia y no, ¡un asco! La mejor etapa es, sin dudas, cuando sos un bebé, porque no te acordás un carajo.

 Sacando todas estas conjeturas, llegó a la funeraria una mujer con un tiro en el abdomen. ¡Estuve dos semanas rogando que me asesinen! Por una razón indescriptible necesitaba padecer el sufrimiento del otro, entenderlo, asimilarlo, ¡hacerlo propio! ¿Pueden creer que me asaltaron y no me mataron? Claro, porque iba revoleando la billetera.

—Lleváte, ¡lleváte lo que quieras! Y pegáme un tiro en la panza —le pedía arrodillado.

—¡Uh no! Rajemos de acá negro, éste chabón está re loco —los chorros se fueron asustados y sin robarme.

 Intentos inútiles… hasta ésta mañana que llegó el cuerpo de Walter, lo habré visto dos veces, era amigo de un amigo. De todas maneras la novia sabía que yo iba a hacerle descuento y por eso vino, uno cree que en situaciones como estas no piensan en el presupuesto, pero como ella ya lo iba a dejar…

 ¡Estaba ahí! ¡Mi oportunidad! Para conectarme un 100% con Walter, el difunto, (se había tirado de un tren).

 Aseguro que las personas que se tiran de los trenes son personas inteligentes, yo quise imitarlo, me tiré de un colectivo y ahora quedé paralítico.

 Recuerdo cómo el delincuente se reía con mí sube en la mano, lo veía desde el piso, desangrándome. La ancianas se lamentaba por no haberme cedido el asiento, las madres cubrían los ojos de sus niños, y las embarazas se acariciaban frenéticamente la panza.

 Todos comentaban que el Gauchito Gil me había salvado, otros que la única salvadora fue la virgen María, yo creo lo contrario… ¡no me salvaron! ¡Me condenaron! Pero… ¡qué va a ser! Eso me pasa por ser estúpido y no viajar en tren.