Hace unos años estaba Francis Mallman en la tele hablando de la majestuosidad de la papa. De pie, algo inclinado hacia atrás, un brazo extendido, ella sostenida delicadamente entre las yemas de los dedos, el otro brazo en ademanes envolventes y reverenciales, el tono de voz íntimo y afirmativo.

No sé lo que Malmann decía, pero pienso ahora que tal vez dijera -o haya debido decir- que la papa merece respeto. Respeto en el sentido etimológico de mirar con atención una cosa, considerarla y tratarla como es.

Tal es su redondez, su independencia, que un experimento con papas que supere ciertos límites distorsionará desgraciadamente sus cualidades originales.

He probado endulzarlas con azúcar negra y aromatizarlas con mostaza y vinagre balsámico, especiarlas mucho, rallarlas o laminarlas combinadas con cebolla y queso. Lo que conseguí en mi paladar fue la memoria de la justicia clásica que hay en la papa frita, al horno, en puré, a las brasas.

De aquí que, al razonable respeto que reclama como tal, agrego para la papa otro sentido de respeto, cercano al uso convencional del término en español o -más precisamente- al sentido que tiene para los ingleses la palabra «respectable»: algo cercano a la veneración.

En la alquimia de la cocina la papa es un elemento casi sagrado, de jerarquía real (real de la realeza y real en el orden de las cosas), es lo que es y así debe permanecer.