El zapallo es bastante americano de nacimiento y era, entre otras cosas, el postre de los indios de acá cerca. Lo tiraban a las brasas sobre la cáscara, partido al medio, con azúcar (si tenían azúcar) y lo dejaban cocinar despacito mientras se hacía la carne con cuero. Por lo menos eso dice Lucio Mansilla en “La excursión a los indios ranqueles”, que es un libro muy divertido.

Conservado en almíbar, cosa que debe ser un yeite colonial, dura mucho y es glorioso, sobre todo por la textura: si está bien hecho cada bocado es crocante por fuera y blando por dentro. Por supuesto que también garpa el color (naranja oscuro brillante, medio transparente) y el sabor. Además del que hacía mi abuela, comí unos bastante ricos, aunque con un almíbar liviano, en un restorán de La Paloma.

Se puede hacer con cualquier zapallo, pero el mejor para hacer en almíbar es el angola por su textura y consistencia. Se elige uno maduro, se pela y córtase en cubitos de 4 cm. de lado aproximadamente.

Para preparar un kg. hay que sumergir primero los cubitos en dos litros de agua en la que se ha disuelto previamente 30 gr. de cal viva (o 60 gr. de bicarbonato de sodio), y dejarlo reposar durante 6 horas. Después se enjuagan cuidadosamente los cubitos con agua fría y se pincha apenas cada uno con un escarbadiente o un tenedor.

Se prepara un almíbar medio jevi en una olla, con 1 litro de agua y medio kg. de azúcar (Cocinar despacio). Cuando hierve el almíbar, se echa el zapallo y se deja cocinar a fuego medio/ medio bajo durante 2 horas. En su punto, tiene que estar dorado y medio transparente.

Se puede condimentar con un poco de clavo de olor (se pone cuando está listo, un clavo cada frasco de medio kg.) Se envasa en caliente con el propio almíbar cubriendo todo. Es conveniente que los frascos estean esterilizados.

Frío y con crema de leche bien espesa queda genial.