Yo tenía siete años. Flaco, atraído ya por el despoblado, apenas podía tensar las tiras trenzadas de la gomera delante de una ardilla de las rocas. Acerté sin la seguridad de haber hecho todo lo necesario para matar. Pero acerté queriendo hacerlo.

Entonces el tictac de los días era otro. Alto, boscoso. Aún continente de enormes pero decrecientes escalas geográficas. Pero también de minuciosas aprehensiones forenses del ritmo de vida humana más allá de la desaparición de la vida. La cadencia de la autolisis de los órganos internos. Una mirada magna. Centro y límite externo de la apropiación de cada elemento que se va presentando ante su visión incautadora.
Matar a una ardilla es hasta hoy. No tengo opción.
El contacto con aquel momento está oculto, aunque es estrecho. O produce epifanías o ebulliciones. Y en este aislamiento se me presenta respuesta a avanzar de espaldas. Nada más solitario, focal y, a la vez, destituyente de todo cronometraje. La complicación es creciente porque mi relación con la pandemia está mediada por la ardilla.

Escribo laboralmente planes de compras para la producción: una de las más recoletas odas del tiempo desplazándose en el ordenamiento del trabajo. Compras, pagos, jalones de tiempo, una técnica interior que suelta para aferrar y perpetuarse. Copy and paste. Continuidad y líneas. Pero hay una detención del tiempo. La teología del sujeto neoliberal entreabrirá su garra de hierro en el goce individual, en la ilusión del milagro privado que se nos impone en contra de la percepción de qué soy sin otros. El alcoholismo fue pandemia entre los obreros del siglo XIX y también su administrado acceso al goce.

En el éxito de este sujeto el ensayo de desastre ya es la destrucción. Este submundo hecho totalidad de individuos aislados analiza y divide. Basta cotejar la publicidad de una 4×4: Diseñada para quienes transforman la incertidumbre en logros. Una Toyota, llamada además, en inevitable inglés, Territory. Territorio de una fenomenología pura donde el pronombre somos ya está constituido por la subjetividad neoliberal.   

Después de la ardilla, la ardilla y las lecturas. Entonces llegué a creer que el tiempo era, ejemplarmente, ese género inabarcable de viajes eurocéntricos emprendidos por Georg Wilhem Sebald. Misteriosas y anacrónicas Sils Marías implantadas, aquí y allá, en el final de siglo neoliberal. Una provecta precaución burguesa contra el neoliberalismo que el autor mismo sería incapaz de defender, pues en su erudición pervive ese aislamiento ahondado hasta el borde superior de las palabras. Superficie que busca tocar, vincularse, y no obstante trasmite de la forma más esplendente su fracaso. Paisajes, ojos sebaldeanos inmediatamente poseídos, a través del fragmento, por el desencanto posmoderno y la perdición histórica de la que Sebald luchaba por huir ardiendo, él también, adentrándose en fríos fragmentos. Semejantes a ditiscos flotando en una oscuridad que distorsiona infinitesimalmente el lugar real en el que se hallan. Alejamiento autocontenido. Igual a esa distancia molecular entre las capas del holograma, el lugar de lo real es una ingenuidad indolente, construida, que impregna tanto a la sociedad prepandémica como a la pandémica.

Porque no hay pasaje secreto al octavo día de la semana, en el horizonte foguean alternativas atomizadas contra el aislamiento social. Asistimos a una escenificación pobre y fea de la autonomía humana. Y el tiempo en escena es negado en favor de su progresión cuantitativa, se lo pone fuera de la colectividad para ocultar el sesgo social que lo mitificó como trascendente a la vida. Y este árbol de Godot, simplemente, estalló gracias a la primavera de la pandemia. Esta aporía tiene medida, cumple su distancia encerrada o en cuarentena, en cuanto afirmamos algo ante aquel qué soy sin otros en cualquier pantalla de soporte electrónico. Transgredir esta posición temporoespacial colectiva es, si puedo garrapatear la regla, apenas una excepción sistémica. La excepción misma permite al continuum de aislamiento substanciarse como subjetividad, y retoma, para su provecho, los nuevos lazos de socialización electrónica como naturaleza de la nueva colectividad. Inmediatamente uno es embestido, con pocas excepciones políticopartidarias, por lo colectivo, expuesto y macizo, en los espectáculos deportivos. Extrañamente los miramos en una pantalla.

Entre la afirmación de Sartre de que está civilización es la civilización de la soledad y el panel de zoom donde en plena pandemia parloteo con colegas de administración, ha acontecido por fuerza de la avejentada televisión y las más recientes redes virtuales sociales, sus soportes tecnológicos, la socialización externa más formidable, homogeinizadora, precisa y extensa de la historia de la humanidad. La pandemia de la covid 19 irrumpió como auténtico milagro. Rayo unido al árbol que incendia. Exhibe la nuclear vida pasteurizada. Esparce repentinamente los residuos recolectables del tiempo como unidad de una forma de existencia ilusoria. Eso que se colecciona como esperanza en el camino de la pandemia, mira hacia atrás. Hacia el pasado. El tiempo perdido, el que se quiere recobrar, es el tiempo del aislamiento tictaqueante en cada uno de nosotros. La nueva normalidad, ya arrebañada, conoce de pinturas rupestres pero no desconfía del Ángel doméstico de Max Ernst, a pesar de que lo vea machacar sus campos hasta desertificarlos.

La ardilla, el matador aficionado y Sebald, distantes años y continentes, están inmersos en el mismo tiempo. Padecer esa homogeneidad de la sociedad como tiempo totalizador es aislamiento cicatrizado. Si nos faltan abrazos y contactos físicos también nos falta la construcción de otras afectividades. El uso añejo de querencia es ese sentimiento plenilunar que se determina por aproximaciones a un lugar, a sus habitantes, o a algunos en particular. La querencia relata el planteo hegeliano de que la fantasía humana no tiene la capacidad de inventar lo radicalmente nuevo. No envidiamos a los hombres del futuro, añoramos la burbuja de la querencia. En las líneas:”La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”  se anticipa, en la medida que hay un trasfondo de envidia de la felicidad abocado al pasado, la actualidad. Apropiación del pasado que no distingue entre autodestrucción y abstracción ideológica. Una linterna vacilante.

La ardilla y yo estamos confinados en ese paraje. También en ese pequeño lugar que es el oblicuo verbal de la nueva normalidad. Ensoñamos el retorno de lo anterior. Aunque éste contenga el más brutal avance de la reificación que marca tanto el traqueteo de la querencia como el tiempo ecuménico de trabajo. En cada paso intermedio de esta distancia entre lo individual y la totalidad, la singularidad humana se ha perdido en beneficio de un tipo histórico de sincronización. La pandemia es el planeta Doppelgänger —nube virtual de la sociedad enajenada. Hay que visitar a ese acontecer vacío, intuido en los poemas de Transtörmer para ver fóvicamente a la nube. El aislamiento es repetición social, anterior incluso a esta anualidad pandémica. Aquí mi acción mortal y la ardilla desaparecen por la acumulación y por no ser historia, sino anomalía lógica, lugar del olvido: relato. Los muertos por la covid continuarán el aislamiento. De los muertos por la pandemia listaremos anales de extraños. Los irreconocibles. Los rostros de los ceos de Google, TESLA, y los plutócratas salvados también están aislados, aunque Olímpicos. El tiempo cuantitativo no cede esa opacidad que la pandemia demostró con las cuarentenas, los miedos, las muertes, la trituradora del tiempo neoliberal continuada en aspectos esenciales: trabajo, desempleo, festivales, jubileos, superpoblaciones explotadas, contenidos de la posible realización de este conocimiento para una autonomía social superior. Pero es tan limitada la reflexión que la sociedad contemporánea hace de sí misma que iza el esperpento medieval cuya imagen, la vacuna contra la covid 19, es la Salvación. O dicho sin deformidades, la vacuna es la mítica redención de la humanidad capitalista neoliberal. La imagen de esa humanidad redimida es la réplica de un posteo ideal que suscribe a la vida futura tal como solamente ha sido.

Así el fin temporal de la pandemia está en el pasado. Un cosal más dentro de la concepción historicista que acumula a fascismos y al nazismo como transferencia de momentos a nuestro conocimiento del pasado y consiente sus pos. La Querenciaquimera es una destrucción que debemos reconstruir de lo que nos fue arrancado del conocimiento del pasado. Detrás de la ardilla con el cráneo partido por la piedra todavía me espera un país.

Nada se pierde, todo se transforma, trapiche para internetólogos: el comercio electrónico en pandemia alcanzó un máximo de penetración y concentración corporativa desconocido anteriormente. Esta consonancia integradora de la formación social no hace más que acrecer, empoderarse, ensordecernos. El círculo sonoro no es una analogía, es una voz, materia, repertorio de compunciones táctiles para abarcarnos donde (el espíritu estimulado a seguir adelante tras la  temporal) se encuentra solo, asediado por la estereotipia social. No hay mayores disonancias. La armonía es  disonancia simultánea que organiza un ideal social que no ha ido más allá de la integración de registros contra la lucha de los hombres por tener voz, la cual es, al mismo tiempo, lucha por superar el aislamiento: la anulación individual en la cosa. La pandemia logró del huracanado modo de aislamiento, de mi apartarme por miedo, de mi puja consciente por sobrevivir, un acato de las implacables capacidades tecnológicas y las singuaridades ilusorias de relaciones sociales existentes previas a la pandemia, es decir, desde la perspectiva de este lugar histórico hubiera querido detenerse, pero se aleja, retrocede. De este modo la pandemia exhibe ser un esencial suceso del pasado. La convergencia actual de la vida mundial en pandemia nos muestra la extravagancia central de la vida neoliberal y tegumentos de violencia adheridos al hombre. La idea de la solidaridad en la finitud se enfrenta a este espejo antropológico con la herramienta del tik-tok. Es la existencia humana bonsái.

La ardilla de las rocas no rodó. No cayó de rodillas en la arena ni derramó homérica sangre negra —le produje una muerte ruin andando un camino borrado, sólo conocido por los lugareños. Ella también debió conocerlo. Vigilarlo, evitarlo o atravesar la maleza allí disminuida velozmente. En el aire de esa tarde debo haber tragado su exhalación final. Y luego haberla regresado parcialmente. En el rincón donde enterré a la ardilla dejé un océano. Las aguas, ahora, acarician a mis tobillos. Quisiera alas para ellos.

Más allá el océano insondable me observa.