Desde su mesa, Jorge disfrutaba una hermosa vista del Teatro Municipal. El sol iluminaba la esquina con una temperatura suave, acompañada de una brisa agradable, considerando el característico -y a veces insufrible- viento de Bahía Blanca.

Era Viernes, pero el movimiento de vehículos y peatones era escaso, comparado quizá con el flujo de lo que, hace ya unos distantes ocho meses, se consideraba «normal». Al mismo tiempo que una taza humeante era depositada frente a él, Jorge levantó su brazo indicando su ubicación a un sujeto situado al otro lado de calle Alsina.

Instantes después, Alberto se sentaba en la misma mesa, no sin antes indicarle al mozo -con sus dedos pulgar e índice- la seña universal de «un cortado». Se quitó el barbijo y extendió su puño cerrado a Jorge, esperando una similar respuesta.

– ¡Dejate de joder, Beto! O me saludás bien o nada -dijo mientras su manaza cubría la de su compañero-

– Es la costumbre. Por arte del inconsciente colectivo ahora todos se saludan así.

– Otro invento de ésta pandemia, ¿qué sigue? ¿olvidar cómo dar un abrazo?
Cuando empieze el calor de verdad voy a revolear el barbijo al carajo.

– Es lo que hay.

– ¿Por qué tardaste tanto? Hasta recibí el café que pedí cuando me llegó tu mensaje, que estabas estacionando.

– Culpa de la maldita aplicación del celular del parquímetro. Había que actualizarla y yo ni enterado.

– Ya casi llegamos a los 60; tenés que adaptarte a la tecnología y a los cambios.

– ¿Y a quién se le ocurre que está bien cambiar algo que funciona en nombre de lo moderno? El viejo cospel nunca me fallaba, incluso aún lo tengo de llavero.

– Yo vine caminando; el auto lo dejé en la cochera que está ahí nomás de Maternidad.

– ¿Del Privado del Sur? ¡No me digas! El médico te dijo que estás pasado de facturas y te mandó a caminar.

Como una respuesta en sí, Jorge tomó una de las medialunas que acompañaban su café y la consumió de dos considerables bocados.

– ¡Nah! Vos porque estás celoso de éste físico… dejé a mi vieja, le van a hacer algunos controles rutinarios, que andaba media decaiducha.

– Uh… mandale mis saludos a Martita. Encima con todo ésto, tiene que cuidarse más que nunca.

– Tiene 83 pero está hecha una piba; hasta le festejamos el Día de la Madre y el cumple a la vez, que era ése mismo Lunes siguiente. Asadito, familia, y después de las doce sopló las velas junto a sus bisnietos. Chocha la vieja.

Alberto se guardó un comentario bajo un pesado silencio, entrecortado por los motores de la calle y el continuo diálogo ininteligible de las mesas cercanas. Jorge retomó.

– Hablando de tecnología, por mi parte ya ni miro noticieros en la tele: me informo con el Face y a veces me entretengo hasta la madrugada -con una sonrisa burlona en el rostro- Hay veces que la gorda se enoja, pero para mí prefiere éso a que le esté encima siempre.

– Comparada a cómo estás vos, está una pinturita María. Yo no uso mucho Internet, sólo algún que otro solitario en los ratos libres. Igual, los pocos «amigos» que tengo en el Face que hizo mi hijo para promocionar el local, son vos y los chicos de paddle. Cuando lo chusmeo, lo que encuentro son casi todas publicaciones tuyas.

Una generosa cucharada de azúcar desaparecía en el oscuro líquido del pocillo de Jorge, al mismo tiempo que el pedido de Alberto era servido.

– Ah! Comparto muchas cosas, leélas, ¡te vas a enterar de mucho! ¿Leíste alguna?

– Algo así… muchas estaban bloqueadas y no podían verse.

– Son estos del Facebook, ¡no quieren que sepamos la verdad de todo y eliminan lo que no les gusta!

– En todo caso, lo poco que vi eran publicaciones bastante…

– ¡Sorprendentes!

– … exageradas: algunas hasta contradictorias o carentes de sentido, a decir verdad.

– No me digas que sos uno de ésos que creen en todo ésto del bicho, ¡Beto!

– ¿Vos decís que no hay un virus, que no existe el covid?

– No, bueno, sí existe… pero todo lo que idearon alrededor de la supuesta pandemia es un verso de los gobiernos y la élite que los maneja.

Alberto se acomodó contra el respaldar de la silla y tomó dos sorbos de su cortado, mientras pensaba en una respuesta suavizada.

– Jorge, pensalo un poco. Si hablásemos de un conjunto de países que siempre van por el mismo carril, lo dudaría ¡Pero es el mundo entero, Jorge! ¡Doscientos y pico países de todas las ideologías, razas y creencias que se te ocurran!

– ¡Por eso mismo! El Nuevo Orden mun-

– ¡Ni nuevo, ni viejo! -interrumpió exacerbado- ¡Del ahora te estoy hablando! ¿Qué sentido le encontrás a que naciones en sus antípodas, algunas incluso enemistadas por milenios, de golpe y porrazo se pongan de acuerdo en una farsa de proporciones históricas?

– Entonces, ¿por qué ahora todo el mundo le da pelota a éstas muertes? La gripe mata a un montón de gente también y nunca nadie paró un país por éso.

– ¡Porque la gripe común la conocemos desde hace siglos, sino no se llamaría común! Convive con nosotros, prácticamente, desde que descendimos de los árboles y comenzamos a caminar en dos patas.

Bajando la voz y la velocidad de sus palabras, Alberto prosiguió su diatriba ante la momentánea pausa argumental de su amigo.

– Mirá: todos los años tenemos vacuna de la gripe y sí, sigue habiendo muertos porque, al igual que el covid éste, afecta más a los ancianos y a los que tienen muchos problemas de salud. Por avanzada que esté la medicina, es imposible salvar a todos, pero ésta «gripezinha» como dijo un presidente, no la conocemos del todo y aún no hay vacuna que cuide un poco más a los grupos de riesgo.

Jorge estaba esperando la mención de la palabra y así contraatacar en el debate.

– A ése punto quería llegar: la vacuna. Nos van a obligar a inyectarnos algo que no sabemos qué carajo contiene, y encima de todo, si algo falla no podemos decir nada. ¡Ya lo tienen todo organizado! Toneladas de guita para los laboratorios, los únicos que salen ganando.

– Jorgito, hasta el champú que usas para la pelada tiene contraindicaciones de las que ni estás enterado. Además, una empresa farmacéutica no se diferencia de otras a la hora de buscar ganancias sólo porque fabriquen productos que cuiden la salud de las personas. Tu negocio, Jorgito, vende elementos de seguridad a industrias del Polo; ¿acaso los donás por el hecho de que proteja la vida de sus operarios?

– Ya estás mezclando cosas, pero dejémoslo ahí -en tono conciliador-. Capaz tenga razón yo, capaz vos, una mezcla de ambos… hasta muchos creen que en cualquier momento aparecen cuatro corceles y sus jinetes entre las nubes del cielo mientras suenan trompetas. Todo puede pasar.

– Éso no te lo voy a negar, es algo que éste año dejó bien en claro. ¿Lo dejamos ahí?

– Mejor así -riéndose- podés ser medio jodido a veces, pero sos mi amigo del alma.

– Y vos medio cabeza dura, pero sos más que un hermano para mí, boludón.

Una segunda ración dulce era depositada en el pocillo de Jorge, para luego ser vaciado de su contenido en un último trago. Alberto observaba el fondo de la taza, aún con granos de azúcar amarronados por el brebaje.

– Che, te va a matar la diabetes antes que un virus a vos.

– Café eran los de antes, ésto es agua caliente con color y sabor artificial, no se lo puede llamar igual.

– El mío sabe bien.

– Vos no diferencias el Malbec que te regalé en tu cumpleaños de un tetra.

– Ahora resulta que en la cuarentena hiciste un curso de sommelier por videollamada.

– Todo es por Zoom ahora, o con videos de Youtube, actualizate.

– ¿Y degustás los vinos lamiendo la pantalla del monitor?

– Bueno, bueno, ¡che! Hablando de trabajo, ¿cómo te va en el restó? ¿Sobreviviendo o al horno?

Tomándose su tiempo, Alberto consumió la medialuna restante, con una mirada reflexiva en dirección al teatro.

– Al horno, pero no sé si voy a salir a tiempo y quedar como un rico bizcochuelo o… humear hasta quedar hecho una brasa.

– Está jodido lo tuyo.

– Mis clientes de toda la vida son gente grande y la mayoría están guardados, como debe ser. Los demás son familias que cada tanto se daban un gustito, pero no hay un mango. Los chicos, las chicas, los proveedores… todos se pusieron la diez desde el principio, pero es imposible cubrir los costos por más que desde arriba dibujen la inflación.

– Esto necesita mejorar cuanto antes.

– Por mi parte, la voy a seguir remando así sea con los codos, llegue a donde llegue.

– ¡Ése es el Beto que conozco! ¿Pedimos un postrecito?

– No cambiás más, gordo.

Pidieron dos clásicos flanes con dulce de leche y se distendieron en la mesa por unos minutos sin intercambiar palabras, disfrutando del clima primaveral.

– ¿Sabés algo de los chicos? -reinició Jorge-

– Con el quilombo que hay, no vi a ninguno, y hablé poco y nada… El Negro sigue en el Sur: lo agarró la cuarentena laburando allá y no pudo volver a Bahía. Extraña horrores a su familia.

– ¡Me imagino!, ¿no iba a ser abuelo?

– La nietita nació hace dos meses. Por más fotos y videos que le manden, no es lo mismo que tenerla en brazos.

– Ahora que se reanudan los viajes ya debe tener reservado algún asiento de avión.

– En éstos días lo llamo y te aviso para ir a recibirlo como se merece. ¡Ah! De quien también sé es de Juan Carlos. Su hija vino restaurant y aproveché a atenderla personalmente y preguntarle por él… pero fue medio cortante: sólo me dijo que estaba aislado en su casa, medio engripado, pero bien.

– Juan Carlos… ¿Juanca?

– ¿Cuántos Juan Carlos conocés de nuestro grupete?

El semblante de Jorge se convirtió en una mueca abstraída.
Se levantó torpe y bruscamente de la silla.

– Ya tengo que ir a buscar a mi vieja, debe haber terminado con los análisis.

– ¿Tan rápido? Pasó media hora recién.

– Es que seguro va a querer que esté al lado de ella cuando le hable el médico; siempre dice que no les entiende.

– Por lo menos esperá al postre.

– Perdoname, me tengo que ir -finalizó, tomando su barbijo y dejando un billete de quinientos sobre la mesa, sin prestar atención a lo que Alberto le decía-

Juan Carlos. No eran amigos en el extenso significado de la palabra, pero lo suficiente para compartir una juntada con conocidos… y otros no tanto. El jueves pasado fue una de esas ocasiones. En su propia casa. Pollo al disco en el quincho, cervezas y carcajadas hasta la madrugada. El Sábado compartió ravioles caseros con su hijo Pedro, su nuera y sus nietos. Organizaron el Día de la Madre. El cumpleaños de su mamá.

Estos y muchos otros pensamientos revoloteaban en la cabeza de Jorge, pero el que lo hacía con más fuerza era… el de ése café con «sabor a nada».