Si ce mythe est tragique, c’est que son héros est conscient

Albert Camus, Le mythe de Sisyphe (1942)

A ver, ¿cómo empezar a hablar sobre este tiempo particular? ¿cómo evitar que principie el diluvio de puteadas, haciendo un correcto análisis al mismo tiempo? Porque siendo fiel a la verdad, le son bien merecidas. Tarea complicada que será obviamente recortada por las lides que me conciernen en calidad de adolescente. Y desde allí, y lo que a ella la atañe, estas palabras serán vomitadas.

El lugar desde el que experimento este mundo pandémico, la adolescencia, es complicado per se. El Ser Adolescente tiene múltiples e inextricables facetas, un entretejido de emociones, percepciones, broncas con el mundo y decepciones in crescendo. Actualmente – predecible – estos factores han implosionado con más vigor. Nos vimos arrojades en un mundo extraño, particular, donde los métodos para llegar al final de cada día cambiaron radicalmente y sin embargo con las mismas pretensiones. Un mundo donde la virtualidad quiere homologarse a la presencialidad y lo presencial no se deja aprehender por lo virtual. Un mundo más que ambivalente, conflictuado.

La relación que hay entre el adolescente y la ambigüedad es intrínseca a él, inexorable. Se quiebra aquel rotundo principio de no contradicción, se es y no se es (y cotidianamente), aquel principio que, citando a Freud, solo nos es permitido vencer en los sueños. Como si dijéramos que el adolescente se encapricha en una filosófica e insospechada postura de asumir su insipiencia, ergo, de aventurarse a preguntar frente a un mundo adulto cada vez más convencido (quizá por ello Nietzsche prenda tanto en la adolescencia, aunque furtivo).

Por más que muchos quieran pensar que “adolescente” y “adolecer” tienen una relación más allá del compartir 6 o 7 letras, el estudio etimológico nos remite a un término más evidente: adolescere. Este precioso infinitivo latino, en sus acepciones, significa “arder”, “humear”, además de “crecer”; y de él proviene el participio presente activo adolescens. Como si se nos revelara ya desde la cosmovisión romana que hay una ontología del adolescente que pasa por lo apasionado, lo flameante. Por eso, a veces, ser joven quema.

Este rato de latín fue auspiciado por el fantasma de Virgilio, cuya presencia facilitó algún examen y me recordó cierto pasaje.

No obstante, aunque pueda inferirse de lo dicho una compatibilidad entre este presente y la adolescencia, hay una pata floja que causa estragos y entabla una relación problemática con los seres adolescentes. La pandemia funcionó como una máquina tanto democratizadora como excluidora, y a lo que pienso abocarme ahora es a la educación. Y a decir verdad la pandemia de un adolescente se circunscribe al colegio.

Pensemos en los viáticos, para empezar con un ejemplo bastante universal y sencillo. La virtualidad ha hecho de esa diferencia una igualdad. Lo que otrora era para une estudiante que vive en Villa Devoto cerca de General Paz (me doy por aludido), o aun más allá del Límite, ir a su institución educadora no barrial ahora es muy diferente. Por lo menos dos medios de transporte – por lo menos – para acceder a la misma educación a la que accede alguien que vive en Recoleta o en Palermo. ¿Y por qué quedarse en lo económico? Fue paliado también el tiempo invertido, la inseguridad de viajar en un tren a las 6 de la mañana o a las 7 de la noche.

Desde luego, podemos tirar de la soga y llegar a una problemática central de la pandemia: la virtualidad, para la que hay que tener recursos si se quiere acceder a ella. Y nos topamos con una gran exclusión

Hay que disponer de un celular o una computadora en condiciones para poder acceder a un campus y a un Zoom, además de una conectividad estable para hacerlo de forma periódica. Cabe preguntarse si esto es algo por lo que se preocupó y ocupó la escuela formalmente. Creo que la respuesta en muchos sitios tradicionales es no. Siempre han concebido el hecho educacional como un acto áulico y punto, y es así como, pese a haber superado el espacio físico de disciplinamiento foucaultiano (la muerte del aula, o cuanto menos el coma), ignoran la relevancia del instituto como tutor y sus extensiones de comedor, más que vitales para muchas familias. Hacer caso omiso es criminal y por eso debe soslayarse el papel de un Estado presente que cuide de estas variables, así como la responsabilidad de las autoridades de una institución.

También se dio una suerte de democratización del material bibliográfico. Las cátedras, los docentes, las instituciones debieron preocuparse por disponer de un material escaneado legible o de un corpus de archivos colectivo para sacar, poner, compartir y exportar lo necesario y suministrárselo al estudiantado. Lo que antes corría por cuenta del bolsillo familiar y/o del estudiante particular, ahora se ha vuelto ecológica y económicamente más interesante.

No es mi objetivo enarbolar consecuencias favorables suministradas por la pandemia, ni configurar un cuadro comparativo, sino denunciar una vez más en esta corta vida qué me parece justo y qué, no; y que hablen estas consecuencias mencionadas como intercesoras de mi voluntad aquí desplegada de la mejor manera posible. No es un balance lo que me interesa. Da igual qué resultó beneficioso y qué no, salvo para una fase crisálida en la que se incorporen experiencias. Lo que me importa es lo filosófico, lo que subyace. La virtualidad es un asunto anormal y provisorio, ¿no? Y pregunto: ¿lo que vivíamos antes no lo fue también?

Si no caemos en una causalidad teológica ni hacemos teleología barata, es innegable que el azar aparece en nuestra existencia desde su génesis: el nacer. Nazco acá o allá, y las diferencias del acá y el allá pueden ser abismales. Sin embargo, ningún mérito servirá para justificar ese capricho del azar ¿Qué mérito tuvieron Federico el Grande o Mehmed IV al nacer en el seno de familias nobles otomanas o prusianas? ¿Cuánto mérito – para les que miden hasta lo inconmensurable – tuvo quien heredó? Ninguno. Y hay ideologías que giran en torno a este mito, explicaciones metafísicas que sirven para camuflar y sosegar estas ambigüedades, incoherencias, injusticias del mundo adulto, en un afán religioso. La política viene a desdecir y luchar contra el azar que beneficia a unes y perjudica a otres. La educación es parte de la lucha, debe igualar oportunidades.

¿Dónde está ese conflicto, esa puja oculta de las cosas, en lo que llamamos “normal”? Fomentar el pensamiento crítico en una institución industrial es de por sí caótico, ambivalente. La escuela como práctica emancipatoria, que de por sí es una institución conservadora, es decir, un conjunto de normas que quieren reproducirse a sí mismas, es chocante.

Si atendemos la genealogía de lo que nosotres llamamos «escuela», vemos una institución decimonónica engendrada en un marco de intereses nacionalistas de Estados europeos emergentes, cuya consolidación y validación como autoridades legítimas de las que emanase soberanía eran sabidas vitales para reproducirse como poderes al mando. El sujeto burgués (nuevo en el poder) precisó legitimar su dominación a través de una población escolarizada que conociera y respetara los símbolos nacionales, que asegurara su posición de clase dominante, establecida como tal con la Revolución Dual, la Inglesa y la Francesa – la económica y la política -, a finales del siglo XVIII. Debían producir ciudadanes, cual cadena de montaje.

Dándole el codo al sociólogo Althusser, reparamos en que la escuela como aparato ideológico significó (y significa) un profundo cambio en la Historia, arrebatándole a la Iglesia el monopolio de la enseñanza, ejercido por más de un milenio. La institución escolar es envidiada por todo aparato ideológico, pues ninguno goza de una audiencia obligatoria 5 o 6 días a la semana a razón de cinco horas por día como lo hace la escuela. Un psicólogo copado una vez vaticinó que en un lejano futuro se reirán de nosotros por nuestra manera de dar clases y evaluar a les estudiantes.

Es así como la pandemia terminó siendo una máquina que puso en cuestión todo lo efectuado hasta el momento e invita irremediablemente a repensar los recursos, los cuales no pueden ser, bajo ningún término, modos de convertir el contexto actual en algo que se asemeje a lo anterior. Nos atrevimos por primera vez a llevar la educación fuera de la escuela. Estas nuevas metodologías a las que acudimos más voluntaria o involuntariamente no pueden ser concebidas con el objetivo de engendrar un sistema de aprendizaje lo más parecido al que ya estamos acostumbrades (¿cuántas veces oímos en los claustros desde donde se expiden las verdades sobre la educación la palabra enseñanza y cuántas, aprendizaje?)
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Los recursos no pueden derivar de una dictadura del PDF, una mera clase transcrita. Es ostensiblemente nocivo e irrisorio que se pretenda que un estudiante aprenda solo a través de la faceta textual de un contenido. Si un PDF puede ser la base exclusiva a partir de la cual se sostienen los métodos pedagógicos y evaluativos, sustitutorio de lo que conocemos como clase, ¿cómo puede volverse a dar una clase como tal? Caeremos en la ambigüedad y la fisura preexistentes del sistema educativo. ¿Hay que reformar la idea de clase? Más allá de estar cómodos o no con un PDF, ¿por qué volvería a creer en las clases, si me evaluaron en base a lo que aprendí de un texto en un procesador electrónico y de eso dependió mi formación secundaria en este ciclo lectivo? Entonces deberíamos cuestionarnos más a fondo: ¿qué es una clase? ¿un expositor que construye un monólogo pre-guionado que encaje en el molde de la institución?

Quizá podamos tomar este fenómeno del PDF como un disparador para la pregunta: ¿habrá clases comparables con un PDF? La respuesta puede hallarse en las experiencias personales.

Con mis palabras pretendo evitar el error fatal de buscar hacer de este tiempo una normalidad a imagen y semejanza del anterior. Basta de una pedagogía del fordismo, del molde industrial que levanta o baja el pulgar frente a un objeto bien o mal ensamblado, de la tiranía del reloj, de una anormalidad camuflada. Una efímera invitación a cuestionarnos qué es lo natural para todes nosotres. La cotidianeidad se volvió absurda, cada día es idénticamente fútil y no divisar el fin es siniestro. Pero si Sísifo hoy alza su monótona roca una y otra vez condenado a hacerlo para la eternidad, también procedía así antes. ¿Qué es la normalidad? ¿Ir a trabajar en jornadas de 8 horas en un paradigma rutinario, proferir un par de puteadas por día a cierto trajeado, quejarse del piquete, sentarse y apuntar lo que un expositor frente a un pizarrón dice a sus seres sin luz (alumnes)? ¿Eso es normal? Contestarán que no porque – espero – nos dimos cuenta de que todo podría ser de otra manera.