A Fabián Calapeña, donde estés.

Te prendo una vela, Chino, y pienso: cómo te sacaron de la vida, qué bien la hicieron, hay que admitirlo, los hijos de puta siempre hacen las cosas bien. Miralos, te cerraron el cajón para que no nos impresiones. Pero acá sabemos que te taparon para no avergonzar a los que ahora hacen que lloran. Así van a estar hasta que vengan los de la funeraria y te lleven. No importa, no les demos bola, tengo velas de sobra para acompañarte toda la noche.

Qué quilombo se armaba cuando te metías en la escuela, Chino, qué plato. El portero de la entrada te veía venir por la calle y, en vez de atenderte por la ventana del costado, le sacaba las trancas a la puerta y se las tomaba. Lo hacía a propósito porque, seguro, se había peleado con el director por vaya a saber qué huevada, y para cobrársela, te hacía entrar. Las porteras del patio te veían por el pasillo yendo a la cocina y empezaban a los gritos: ¡Se metió el Chino! ¡Se metió el Chino! Un escándalo. No nos quedaba otra que seguirte y cortarte el paso, no fuera que te mandaras a los salones con los pibes en clase.

El director Sergio, ese al que le decías el viejito, nos tenía prohibido dejarte pasar. Pero no lo hacía de jodido sino porque en la escuela todos se asustaban con vos, tenía miedo que alguno quisiera sacarte de prepo o hiciera una denuncia en el Consejo Escolar. No se animó a venir a despedirte, Chino, dicen que está destruido por la noticia. Él sabía tratarte, te quería como si fueras un nieto. Cuando se enteraba que te habías metido, decía: déjenme a mí. Largaba lo que estaba haciendo, salía de la dirección y, con los brazos abiertos, te pegaba un grito: ¡Viniste a visitarnos Chino! Era al único que le dabas bola. Te abrazaba y te decía: en sus marcas…listos… ¡ya! Vos hacías la maniobra de largada, te ponías con las piernas en posición, los dedos apoyados en las baldosas, la espalda arqueada, la cabeza levantada, la vista apuntando al fondo del pasillo, y disparabas a correr. Después volvías al trote, saludando a los que te aplaudíamos, y el viejito te levantaba el brazo como a un ganador. Te agarraba la cara, Escuchame bien, te decía, te corría el pelo para buscarte los ojos, le llevabas varias cabezas, ya estabas grande, Chino, Escuchame bien, te decía y te cantaba, despacio, casi un susurro: por favor, no pisen las flores. Vos te reías, te daba como una emoción y así te llevaba de la mano hasta la cocina. Para ese momento, los porteros nos habíamos adelantado a cerrar las puertas rejas de las escaleras y los patios, ya no tenías forma de pasar al ala de los salones. Los que te cruzaban, te decían que estaban contentos de verte. Pero te lo decían de lejos, apretados contra la pared y conteniendo la respiración, un olor, Chino, qué olor, días y días en la calle, vaya a saber por dónde andabas, dónde dormías. Entrabas a la cocina y el viejito te anunciaba: vino a visitarnos el chino. Las caras de las cocineras eran como para ponerlas en una vidriera, algo digno de no perderse, una mezcla de susto, asco, compasión, fastidio. Mirabas de reojo, los pelos largos, descalzo, cada vez menos dientes. Dejaban de cortar la papa y picar la cebolla, se hacía un silencio, sabían que eras incapaz de dañar a alguien, pero ninguna soltaba las cuchillas. Agarrabas el jarro de mate cocido y los panes y te metías en un rincón entre las heladeras. Después te ibas, te llevabas el jarro y el plato, no importa dejaseló que se los lleve así se va de una vez, decía alguien. Y recién ahí respiraban de nuevo. Entonces el director te cantaba otra vez por favor no pisen las flores y vos lo seguías adentro de esos colgajos que usabas de ropa, todos rogando que no se te diera por desviarte para otro lado. Y en la puerta de entrada te esperaban con una bolsa que las maestras encargadas del ropero escolar iban separando en la semana para vos. Te daban otra bolsa con factura, para el mate de la tarde, Chino, vení cuando quieras y ni bien ponías un pie afuera, se escuchaba la tranca en la puerta y el suspiro de todos. Cómo te divertía meternos miedo.

Vamos con otra vela, Chino. Hay muchas prendidas, cada vez más, ya casi no hay lugar para nuevas velas. Acá llegó Lila, la cocinera ¿te acordás? fue a prepararte un jarro de mate cocido como te gustaba a vos, con mucha azúcar, para dejártelo acá abajo. Por ella nos enterábamos de tus cosas porque era vecina tuya. El que te dejó así fue tu padre, qué desgracia, tu propia sangre. Hizo lo mismo con Maca y con Cristian, a los tres los agarró de chiquitos. Los vecinos veían todo y le decían a tu madre, pero no reaccionaba, respondía que eran habladurías, infundios y sabíamos que decía eso porque no podía creer que ocurriese semejante aberración en su propia casa. Hasta que llegó la primera citación del juzgado y tu padre desapareció por un tiempo. Después volvió y como la yuta tampoco movía un pelo para encontrarlo (viste que nunca buscan a nadie, dicen que caen solos), se le hizo costumbre: se iba después de cada denuncia y de buenas a primeras aparecía de nuevo, se lo veía por la iglesia, por el club, decía que changueaba, mentira, se la pasaba en el desarmadero que el comisario de El Puente regenteaba del otro lado de la vía, y ahí entendimos por qué se enteraba de las denuncias nuevas, le avisaba el mismo comisario.

Qué destino, vaya a saber qué hubiera sido de vos, tan lindo que te pusiste de grande, Chino, un lomazo. En las carreras de cien metros llanos de los torneos locales, nadie superaba tu tiempo. Fuiste el primer corredor que el jurado admitió que corriera descalzo ¿sabías vos? Hiciste historia. Tu profe de educación física, el petiso, Eduardo ¿te acordás de Eduardo?, me dicen que también está destruido por la noticia, pero está viniendo, en cualquier momento cae, fue de los pocos que peleó para que no te sacaran de la escuela, ya habías estado internado varias veces, tenías maestro domiciliario, tomabas una pasta que te tranquilizaba pero te dejaba hecho una piltrafa, ahí sí que cabía el refrán no se sabe si es peor el remedio o la enfermedad. El profe Eduardo Insistía que tu salvación era el atletismo, era tu punto de enganche con el colegio. Y con la vida.

Tres veces por semana te acompañábamos a entrenar al parque municipal. Te gustaba correr, era lo tuyo. En los cien llanos dejabas atrás a todos, siempre, cruzabas la cuerda como si nada, preparado para una más. Y en las postas ni te cuento, nos lucíamos con vos. Tu profe, ancho de orgullo. Hasta que un día te plantaste y le dijiste que no querías correr más con zapatillas. Ni con esas que usabas, que te había conseguido el profe, ni con ninguna otra. Decías que te molestaban, que te hacían pesar los pies. Eduardo se la vio venir, te conocía de chico él también, sabía lo terco que eras, pero sobre todo confirmaba que te estabas rayando cada vez más. Igual dejó que probaras velocidad, descalzo, y esperó que te convencieras que era una incomodidad, que era poco conveniente para mejorar la marca. Y tuvo que darte la razón, estabas en lo cierto, volabas, mejorabas día a día, la pista del parque era de conchilla pero ni la sentías. Lo difícil iba a ser que te admitieran en el torneo provincial. Se venían las pruebas clasificatorias. Vos no aflojabas ni un poco, estabas empacado: o corrías así, en patas, o no corrías. El profe decía que si te bajaban de esta, te bajaban de la vida y ahí sí te perdíamos para siempre. Venías mal, Chino, hablabas solo, deambulabas, pedías monedas en la feria, en la barrera, en el semáforo del Camino de Cintura. Ibas y venías con el tren, de Haedo a Témperley, desaparecías días y días, caías preso, había que buscarte por las comisarías. Una vuelta, te golpearon los patovicas del Socavón Bailable cuando quisiste entrar, como cualquier pibe o piba de Olimpo que va un sábado a divertirse.

Por eso te digo, Chino, mientras acomodo esta nueva vela entre las que se tuercen y chorrean: el profe peleó mucho por vos. Le argumentaba cosas a los organizadores del torneo que ni él se las creía, por momentos pensábamos que también había derrapado. Llegó a decirles que si usaban con vos esa vara, entonces iba a exigir que controlaran el calzado no solo de los corredores sino de todos los atletas. Se le cagaron de risa, imagínate. Pero cuando amenazó con denunciarlos ante el INADI y ante la Dirección General de Escuelas, se tuvieron que meter la risita en el orto porque su planteo era correcto. Decía que, en primer lugar, te discriminaban y, en segundo lugar, que había corredores, saltadores, lanzadores, que usaban calzado no reglamentario, daba nombres y apellidos. Qué quilombo, Chino. Los entrenadores, la mayoría colegas suyos, compañeros de otras escuelas, lo cuestionaban duro y hasta lo querían cagar a trompadas. Varias veces tuvimos que irnos de la pista de atletismo del parque, en pleno entrenamiento, porque lo venían a buscar para surtirlo. Pero el petiso firme, se la bancaba, nos hacía agarrar las cosas y mandarnos a mudar, ustedes chito la boca, nos frenaba cuando ya estábamos a punto de entrar a los zapallazos con toda esa manga de forros y caretas. De ahí nos íbamos a hacer la denuncia: amenazas, discriminación, conductas antideportivas, les decía el profesor a los policías que le tomaban la declaración con vos al lado, Chino, los yutas te miraban de arriba a abajo, estabas sucio, la ropa de días, un nido de caranchos en los pelos, y para peor la pasta que tomabas te provocaba un tic que los asustaba.

Al final, para bajarle los decibeles a la discusión y evitar que sancionaran o descalificaran a alguien, los organizadores del torneo cedieron a las presiones de la Dirección General de Escuelas y resolvieron a favor de que corrieras descalzo, no fuera que el caso se transforme en un conflicto mayor y salieran en los medios. Pero el día del torneo, vos no fuiste, Chino. El profe tenía razón: tendríamos que haber ido a buscarte a tu casa y llevarte, decía que vos ya no registrabas las cosas, estabas muy perdido. Igual, él te esperó. En medio de la pista miraba el reloj a cada rato, bancándose la gastada de sus colegas y de los directores de las escuelas que, además, reclamaban al jurado que ya no podía esperarse más, que eso sí era antirreglamentario, que presentarían una denuncia ellos también ante el Comité Olímpico. Daban vergüenza, las cosas que gritaban, mirá hasta dónde fueron capaces de llegar, mirá el miedo que tenían a que corrieras y les pasaras el trapo, como venías haciendo, pero esta vez en patas, lo que iba a ser histórico y, para ellos, humillante. Decían que vos no eras alumno de nuestra escuela, ni de ninguna, porque si iba una maestra domiciliaria a tu casa entonces vos no eras matrícula del nivel secundario sino de la modalidad escuela domiciliaria. Y como las modalidades no estaban incluidas en los torneos, entonces no podías participar. Y ahí el profe dijo basta, dio por terminada la cuestión y anunció al jurado que no ibas a presentarte, no quería darles el gusto que te descalificaran por la nota en conjunto que estaban a punto de presentar a las autoridades. En tu lugar, como para que la escuela tuviera una representación en la carrera de los cien llanos, el profesor puso a un pibe que anduvo bien pero no pudo superar tu tiempo. Ni él ni ninguno de los que clasificaron para el regional.

Nosotros sabíamos que cuando pirabas así, era porque no te daban la medicación. En tu casa se olvidaban o no tenía para pagarla. Cuando la conseguían, mejorabas por un tiempo: andabas limpio, prolijo, el pelo corto, afeitado, ropa sana, hablabas mejor, caminabas derecho, no te bamboleabas ni te le tirabas encima a la gente. El tema era que tu madre, pobre Alicia, estaba en otra, llorando otra desgracia: la muerte del nieto. Un día, tu hermano Cristian y los amigos se entraron a bardear. Se agitaban con los fierros, estaban de la cabeza, vos, gil, puto, eh vos gato, yo puse, qué te parás de cola, rastrero, ni una moneda ponés, qué decís, eh que yo pongo. Hasta que se soltó un tiro. Pobre angelito, era el hijo de la Maca, tu hermana la mayor. Pobre también Maca, qué será de ella, dónde andará. Ni bien tuvo al bebé, se lo dejó a tu madre y se fue. Siempre se dijo que ese chico era hijo de tu padre.

Tu hermano declaró que habías sido vos el que disparó. Y todos estos mocos que están acá y ahora se hacen los tristes, dijeron lo mismo. Encima, el arma estaba sucia y aprovecharon la volada para pegarte los muñecos que voltearon con ese fierro. Caso cerrado hicieron con vos, les viniste bien a unos cuantos, al fiscal, a la yuta, a tu hermano. Y a tu viejo. Te encerraron en el pabellón psiquiátrico del penal. Y en la primera de cambio te pasaron para el otro lado, dijeron que tuviste un paro, pero acá no se lo cree nadie, vaya a saber qué te hicieron, Chino lindo.

Por eso te digo, y te prendo una más: a los hijos de puta las cosas siempre les salen bien, es lo mejor que hacen. Pero vos también hiciste las cosas bien, mirá la gente que vino a despedirte, ya no hay lugar para tantas velas prendidas, mirá qué buena luz se hizo ahora, Chino, mirá qué linda, toda para vos.