Hacía un año que no veía a mi padre. La última vez fue cuando me escapé de la casa de mis abuelos paternos, donde viví mi adolescencia; ya no podía soportar más esa cárcel. Junté mis cosas y me fui sin mirar atrás. A veces, siento que mi actitud fue egoísta al no considerar la situación de mi padre, pero no sé cuánto tiempo más habría soportado.


Los últimos tres años estuvieron marcados por su enfermedad. Al principio solo le afectó el brazo derecho. Lo acompañé a hacerse todos los estudios hasta que dieron un diagnóstico firme de la enfermedad; su musculatura se iría deteriorando y le quedaba poco tiempo de vida. Su esposa lo echó de la casa y fue a lo de mis abuelos. Al principio lo ayudaba a comer, lo acompañaba a pasear y le lavaba la ropa. Más avanzada la enfermedad, tuve que encargarme de bañarlo.


No fue fácil volver a la casa de mis abuelos. Encerraba todos mis miedos, las peleas y los insultos, la disciplina estúpida, sus reglas agobiantes. Sin embargo, quería ver a mi padre. Todo se había deteriorado; la casa estaba en decadencia, como desgranándose, las paredes manchadas de humedad y del humo de cigarrillo, no asomaba un haz de luz por ninguna parte, y mi padre postrado en la cama; respirando todo menos aire. Ya no podía moverse y estaba todo sucio. Mi tío y mi abuelo no solo lo habían abandonado a su suerte, sino que muchas veces lo maltrataban. Varias veces sentí ganas de golpearlos, pero eso me hubiera alejado de mi padre nuevamente.


Un día mi abuelo fue internado debido a un cáncer de páncreas. Mi abuela, desde mucho tiempo atrás, estaba en una casa de ancianos, acosada por una hemiplejia que le paralizaba el lado izquierdo del cuerpo. El hermano de mi padre me pidió que lo cuidara por unas semanas, para que pudiera cuidar de su padre. Al sexto día, mi padre comenzó a sufrir falta de aire, los músculos de la respiración comenzaron a deteriorarse rápidamente. Llamé a un médico, amigo de mi padre, que vivía cerca de la casa, y me dijo que las condiciones en las que vivía no eran las adecuadas para su estado de salud.


Lleve a mi padre al hospital. Me dijo que tenía miedo de morir. Quedé petrificado; en ese momento me dejó la enseñanza de que, por más jodidos que estemos, hay que lucharla. Deseaba seguir viviendo, y eso me dio fuerzas para aguantar todo lo que se vendría.


Pasamos tres días en la sala de urgencias. El ir y venir de los familiares de las personas internadas y de los médicos, daba la sensación de caos e incertidumbre. Nadie podía responder sobre la situación de mi padre. Casi una semana después, nos derivaron a un cuarto donde había otra persona que también tenía graves problemas de salud.


Estaba extremadamente flaco; perdió toda la musculatura que tenía cuando era niño; de los brazos gigantescos que me tomaban de la zona media y me alzaban por encima de su cabeza ya no quedaba ni rastro. Ahora era yo quien debía hacerme cargo de su cuerpo, lo cual me generaba cierta extrañeza. Sentía que yo no era yo y mi padre no era mi padre, y que todo se parecía a un gran malentendido; como, aparentemente, había sido toda mi vida; estaba deseando de una vez por todas que sonara el despertador y se acabara la pesadilla, y despertar en la casa de la calle Heraclio Fajardo e ir a jugar con mi perra Kimba en el fondo de la casa.


Pasaban los días y lo que había en la sala del hospital eran dos cuerpos que se iban consumiendo con el paso del tiempo. Dos cuerpos desgastados; mi padre por la enfermedad, y yo por haber abandonado toda vida social, dormir en los duros e incomodos sillones pensados para familiares que van rotando en el cuidado y estar atento a lo que pudiera ocurrir. Estuve meses sin trabajar, tal vez sólo fueron unas semanas, pero para mí fue una espera eterna. Dormir mal, estar atento y esperar el momento del no ser; porque no había ningún tipo de esperanza, era solamente esperar. Pero no había allí nada del orden del deber que genera la relación entre padre e hijo; mi padre estaba en la médula de mi ser y yo estaba en la médula de mi padre, los roles se confunden y lo que hay es un mutuo reconocimiento.


Se comenzaron a deteriorar con mayor rapidez los músculos de la respiración. Mi padre sentía que se ahogaba y no quedó otra opción que suministrarle morfina. A partir de allí, rara vez se encontraba despierto, pero estaba tranquilo, sin la desesperación que genera el ahogo. Años más tarde, supe que la morfina iba apagando poco a poco su cuerpo. Cada tanto, pedía que le pusiera los partidos de fútbol en su vieja radio; en especial, si jugaba Peñarol. A lo último, solo descansaba y no podía articular palabra alguna; abría y cerraba los ojos para comunicarse. Una tarde, estaba junto con mi madre y aproveché a cerrar mis ojos y dormir un poco. De repente, fui violentado de mi sueño, mi madre me tomó del brazo y me puso ante los ojos de mi padre. Él había despertado y estaba inquieto; mi madre interpretó, luego de acercarle y ofrecerle un montón de cosas, que mi padre no notaba mi presencia. Me vio con ojos grandes, suspiró y volvió a su descanso, que ya no se detendría.