Diciembre, fin del primer año de pandemia y de la relación más triste, más tóxica. Paso las fiestas sola para cuidar a mis padres.

 Los primeros días de enero hacen 42° a la sombra. Hay restos de guirnaldas y estrellitas quemadas en la calle. Lo que más extraño, de esos meses distópicos, es el sexo con él, pero a él no lo extraño. No teníamos un carajo que ver, aunque era lindo de cara y sabía de astrofísica y me admiraba.

Usar una aplicación de citas, en Bahía Blanca, es como zambullirse en una pileta de alconafta y al salir tirarse un fósforo encendido.

Entonces decidí descargar una especial, que tiene como rango geográfico la ciudad de Buenos Aires. La distancia no es un problema, en principio, porque me la paso yendo y viniendo. Algún día me voy a mudar definitivamente, pero mientras tanto vivo acá y allá. El cuerpo acá, la cabeza allá. Cuando estoy en la capital se unen cuerpo y cabeza, pero cuando estoy acá cuento sólo con mi cuerpo. Podría parecer que el cuerpo sólo es suficiente para una aplicación de garche, pero el perfil de una decapitada no es atractivo.

Igual la app que bajé es especial porque filtra por intereses y elecciones compartidas, cómo: política, monogamia, infectología, gatos, bisexualidad, literatura, hijos.

Armé un perfil apurado, sin demasiado empeño ni expectativas, puse: escribo, leo, escribo y leo. Cuando sea grande quiero ser presidenta. Las fotos me mostraban de cuerpo entero, elegante en alguna fiesta o balcón, o leyendo en el sillón de mi casa.

Empecé con el ejercicio de deslizar el dedo a la izquierda si no hay interés y a la derecha si lo hay (los microgestos ideologizantes).

Se puede hacer un estudio sociológico de las descripciones que aparecen en los perfiles. Es un catálogo que podría organizarse por categorías: los veganos, los de derecha, los que no quieren algo serio, los socialdemócratas, los programadores, los músicos, los aliades deconstruides que describen su carta natal. Parece que lo de la compatibilidad astral es tendencia.

Matcheo con algunos, uno es agropecuario y aviador pero defiende la distribución del ingreso. Es muy agradable. Otro me cuenta que desarrolló un video juego y le va muy bien, es psicólogo y sueña con viajar a Hong Kong.

Sigo deslizando el dedo casi siempre a la izquierda, descartando con frivolidad y aburrimiento.

Puse como filtro un rango de edad, los que nacieron entre el ‘76 y el ‘85, todo lo que haya nacido antes o después, no me interesa.

En esa generación hay supremacía de nombres que se repiten, Pablo, Javier, Matías.

Mariano, Dr. en Filosofía y Letras, profesor de la UBA y de la UNA, especialización cine argentino y latinoamericano. Tiene una foto en la que se lo ve perdido en alguna calle de Brooklyn, otra presentando un libro, la última con una pose típica de intelectual y una arquitectura colonial de fondo. Matcheamos.

Me hace una especie de devolución académica de mi perfil y destaca entre todo lo que ve, el libro de Vivian Gornick que tengo en una de las fotos. Me sorprende porque el libro apenas se ve y cuando digo “apenas”, sólo se ve una punta, ni el nombre de la autora, ni del libro, sin embargo él lo ve y love. Flechazo. Nos pasamos los teléfonos porque me dice que está veraneando en Córdoba (en una burbuja con tres amigos) y no tiene buena señal entre las sierras.. De golpe estamos hablando fascinados del cine de Lucrecia Martel y de poesía del conurbano: “Noche de trenes sanmartín / Helicópteros / El rumiar fluido del tránsito sobre el puente / La luna fina y filosa / Las estrellas sorprendentemente presentes”. Me dice que le gustaría bailar tango conmigo y después cogerme. Me manda fotos re bronceado, saliendo de la ducha con una toalla que deja ver los límites del sol. Me encanta. Está buenísimo y es peronista y es intelectual y me manda videos de sus clavados en el río como si tuviera 20, pero tiene 43 y un cuerpo y una cabeza que no me dejan dormir.

Le cuento que en dos semanas vamos a estar de vacaciones en la capital, con mi hija Helena. Se entusiasma y me dice que aprovechemos para tomar un café y ver si está todo bien, si nos gustamos personalmente. Le digo que me parece bien y dos semanas después nos citamos en la puerta de Varela Varelita. Las veredas están recién baldeadas a esa hora de la mañana. Piso una baldosa floja y el agua se filtra por mis sandalias mojándome los dedos. Cuando nos vemos Mariano me abraza fuerte y me da un beso de película, yo no lo esperaba y me incomodo. No porque no me guste Mariano, o el beso, lo que no me gusta es que parezca una película, porque las películas duran un par de horas y se acaban.

Tomamos café y discutimos y nos besamos fuerte. No tengo mucho tiempo, tengo que volver al Hotel donde está Helena durmiendo. Caminamos un poco y nos perdemos hasta que llegamos a Santa Fé. Me acompaña al hotel y antes de irse me apoya contra la pared, me besa y me toca. Los recepcionistas miran atontados y Mariano me insinúa que pidamos una habitación, nos reímos y se va. Habíamos acordado que, si la cita salía bien, el jueves íbamos a cenar y Helena se quedaba en la casa de mi prima Francina.

Así que el jueves a la noche llevo a Helena a lo de Francina y Mariano me pasa a buscar por ahí. Vamos a su casa en San Cristóbal. Voy tensa en el auto, no sé bien cómo actuar, estoy nerviosa y me cuesta ser natural. En cambio Mariano está radiante, espléndido.

El departamento está vacío, todas sus cosas están en cajas porque se acaba de mudar. Es un departamento antiguo, típico de la década del ‘30, con pisos de madera crujiente, techos altos y ambientes conectados por puertas ventana y humedad a pesar de la pintura nueva. Sólo tiene lo básico, mesa y sillas, la cama, la ropa y una serie de estantes que puso en la pared para disponer la biblioteca, la columna de estantes sube y sube hasta el techo. Mariano ve mi cara de asombro cuando miro hacia arriba contemplando la longitud de la biblioteca, me parece absurdo que sea tan alta y él se da cuenta. Me dice que piensa poner una escalera y que no quiere que los libros le ocupen tanto lugar. Me cuenta que acaba de comprar el departamento y que su plan próximo es formar una familia, le pregunto si a la familia piensa ponerla en el techo también. No le gusta para nada el comentario y yo me arrepiento enseguida de haberlo hecho. Es un departamento muy chico para una familia. Con una escalera caracol peligrosísima, para cualquier infante que Mariano esté pensando en traer al mundo, a San Cristóbal. Me hubiese gustado que haya libros a la vista o cuadros o cosas que pudieran darme más detalles sobre él, pero la única referencia posible es el gato insoportable que no para de chillar. Se llama Revolución, me dice. En ese momento siento como mi libido se desvanece en la nada. ¿Es en serio?, le pregunto, y me contesta orgulloso que sí, por la revolución cubana.

Me frustra esa nostalgia a lo que no fue, o a lo que fue para otros, lejos. Pienso en el trabajador que obtiene su primer título a los 58 años, el de Presidente de la República Federativa de Brasil. En la alegría de la guirnalda de flores rodeando el cuello del indio Boliviano. En el esplendor de esos días, de esos años. Eso sí conmueve, eso sí debería ser motivo de orgullo a la hora de bautizar a un gato. ¿No lo ve? ¿No lo vio?

De golpe siento que quizás no me gusta tanto Mariano, pero ya estoy ahí y él es muy amable y tiene una camisa negra como el olvido que le queda bárbara. Pide empanadas y abre una botella de vino, mientras le miro la espalda y suenan canciones de Leonardo Favio.

Sirve dos copas y me dice vení que te muestro los muebles que me hice para la pieza. Me muestra orgulloso la facilidad con la que se abren los cajones. Tienen un sistema de rieles que se deslizan como seda. Otra vez pienso en lo amenazante que puede ser eso para los dedos de un bebé, pero no le digo nada. Revolución, el gato, grita demandando atención, pero cuando intentamos tocarlo, sale disparado.

Propone subir a la terraza a comer las empanadas y el vino. Subimos por la escalera caracol de la muerte. Me sorprende la vista tan despejada y de una oscuridad tenue. El alumbrado público es muy precario, muy añejo, como todo en esa zona. Una de las esquinas resalta con una luz estridente, le pregunto que hay ahí y me dice que es un local que vende choripanes las 24 hs. Las panaceas, del sur de la capital, pienso. ¿Y aquella es una plaza?, apunto con el dedo. Sí, dice Mariano, ahora es la Plaza Martín Fierro pero antes era una fábrica metalúrgica. Mi abuelo trabajaba ahí, eran los Talleres de Vasena, el lugar donde empezó la Semana Trágica.

Una lluvia inesperada exalta más a Revolución, que emite unos agudos irritantes, y nos obliga a terminar la cena adentro del departamento. Miro la hora, no tenemos mucho tiempo, Francina me dijo que me banca hasta la 1 porque al otro día trabaja.

El vino empieza a hacer su magia y Mariano me guía con delicadeza hasta la habitación, esquivando al gato que se cruza sin dejar de gritar.

Le pido que me desate la parte superior del vestido, momento esplendoroso, dice. Mi vestido cae y no tardo nada en sacarme la ropa interior, el tiempo es muy poco. Pero no le digo a Mariano porque no quiero correr el riesgo de que la presión le juegue en contra. Estoy ahí, estamos ahí, hace dos meses que no cojo y tengo mucha hambre de.

Ahora él también está desnudo, tiene una pija hermosa, icónica como una ciruela jugosa a punto de caerse del árbol. Le pido que se arrodille en la cama y se la acarice para mí, se nota que disfruta de mi pedido y mi cara de goce. Yo también me toco y desde donde está puede ver cómo me mojo. Se acerca, me acomoda contra la pared como sentada en el aire y él desde abajo me la hace sentir toda hasta adentro. Perfecta entra, toda redonda, con ganas. Lo que estamos haciendo es riquísimo, pero el gato es cada vez más intenso en los ruidos que hace, a los maullidos les suma un ruido rascoso insoportable y grita más fuerte que antes. No pasa nada, dice Mariano mientras entra y sale. Y nosotros también estamos cada vez más intensos y sonoros. Queremos que dure, pero nos vamos llevando el uno al otro con movimientos cada vez más extremos hasta que lo escucho acabar y eso me hace acabar a mi con espasmos dulces. Estamos bien, nos gustamos, tuvo sentido el encuentro. Cuando vuelvo del baño, Mariano va a servir más vino, tarda. El gato está demasiado silencioso, lo empiezo a llamar y no aparece. Recuerdo que el ruido venía de al lado de la cama. Abro el riel de seda de la mesa de luz y entra Mariano. Qué hacés, me dice y en el mismo instante en el que pregunta, lo veo tieso en el fondo del cajón, con la boca semi abierta. Revolución!, grito.

Mariano se agarra la cabeza y se sienta, creo que está llorando. Le pregunto si está bien y no me contesta, le acaricio el pelo y miro la hora de reojo, no sé bien que hacer. Me indigna que actúe así, pero bueno, se le acaban de morir el gato y la revolución cubana, todo junto, pobre.

Lo podemos enterrar en la plaza Martín Fierro, le digo, no tengo pala, contesta. Camina de un lado a otro, como confundido, sin saber qué hacer. Yo no puedo evitar pensar en Helena, seguro que se estuvo probando polleras viejas de Francina y se divirtieron sin mi. Miro la hora de nuevo, me tenés que llevar, le digo. Está sentado en un rincón con la mirada ausente. Entonces, agarro la caja de empanadas vacía, veo unas manchas de aceite en el fondo y cierro los ojos, contengo el aire, levanto a Revolución y hago el intento de meterlo en la caja. Lo enrosco, lo aprieto, lo compacto y cierro la tapa. Hago presión, queda semi cerrada. Vamos, le digo, agarra la llave del auto sin hablarme. LLevo la caja en mi falda, el dejo de olor a grasa me revuelve el estómago. Cuando vamos por Córdoba diviso unos contenedores y le pido que frene. Me bajo, uno es verde y el otro es negro, dudo. Supongo que el verde es para orgánicos. ¿Un gato muerto es orgánico? supongo que sí. Por fin meto la caja, que al tirarla se abre adentro del contenedor, un desastre. Lo veo a Mariano ofendido mientras vuelvo hacia el auto. Su actitud parece decir: por estar garchando con vos, pasó todo esto.

¿Te limpio los vidrios, pa? dice un pibe en un semáforo. Mariano acelera sin responderle. No me habla. Yo tampoco le hablo, quiero llegar rápido y bañarme. Me miro las piernas envueltas en los cancanes negros y con un movimiento sutil y disimulado, intento sacarme la grasa de revolución, los pelos de gato muerto.