Capítulo 12: El Ser invisible

—¿Vos decís que cuando yo me hago invisible estoy refutando la tesis de Heidegger sobre el Ser y su estructura?

—Claro, porque de esa manera vos sos y no sos al mismo tiempo.

—Estás equivocado, escuchá: “El ser, tema fundamental de la filosofía, no es el género de ningún ente, y sin embargo toca a todo ente. Hay que buscar más alto su «universalidad». El ser y su estructura están por encima de todo ente y de toda posible determinación de un ente que sea ella misma ente. El ser es lo transcendens pura y simplemente. La trascendencia del ser del «ser ahí» es una señalada trascendencia, en cuanto que implica la posibilidad y la necesidad de la más radical individuación. Todo abrir el ser en cuanto transcendens es conocimiento trascendental.” No está hablando del sujeto real, no habla de un ser de carne y hueso. Ni siquiera de uno que se vuelva invisible.

Santino y Diego depuraban la discusión acercándose el mate a la boca. Federico escuchaba y asentía ante cada intervención de su hermano pero no alcanzaba a elaborar un pensamiento claro sobre el asunto, prefería la ontología de la medialuna.

—Puede ser que algo de razón tengas, pero vos tenés un problema, Dieguito, tu reflexión filosófica incurre en dos errores: tu interpretación literal y tu filtro sudaca. ¡¡Peor que sudaca, usás la lupa del conurbano!! Heidegger escribe desde una percepción eurocéntrica, desde la cima del pensamiento académico, nadie lo puede refutar y mucho menos desde este lado del mundo.

—Insisto, confundís “Ser” con “Identidad”. El Ser está, el Ser es aquí y ahora. La identidad se forja, se trabaja, se construye, se piensa, se duda. O, en el peor de los casos, se destruye tal como hicieron los amiguitos nazis de Martincito.

Santino, perdido todo interés por la conversación ante su visible derrota dialéctica, volvió al reposo del celular.

—Ah, no sé, yo lo leí en un artículo en internet, no tengo la desgraciada fortuna de la formación académica.

Ese fue su modo elegante de retirarse. Aunque la mayoría de los pensadores sostenía hasta el hartazgo que Heidegger había sido el filósofo más importante del siglo XX, sabía que no podría refutar su filiación al nazismo. Santino tenía intereses en la filosofía, intereses que solía volcar en las letras de la banda de rock que lideraban con Federico. Letras a veces ininteligibles, a veces cannábicas, a veces desnudas de metáforas, a veces oscuras e infantiles y que, a veces, se convertían en largas derivas dialécticas contra su mellizo, derivas muchas veces terminadas a las trompadas, muchas veces en el mismo escenario donde se presentaban, hecho casi artístico que aumentaba la fascinación del público. Como si la filosofía oculta que se desprendía de las letras necesitara ser demostrada en una especie de performance irredenta.

Abajo sentado en el núcleo me espera él.

A Santino se le había dado por la filosofía autodidacta durante los casi dos meses que había permanecido internado luego de un altercado de fin de semana. Aquel que había puesto a su pierna derecha al borde de la ablación cuando un otro le tiró el auto encima y lo mandó a terapia intensiva. Durante su convalecencia, Diego había permanecido a su lado cada día, mientras que Federico se perdía en la búsqueda implacable del hacedor de la casi amputación. Tardaron en recordar que por aquellos días la clínica Estrada se había convertido en un corso de barrio prolífico en chicas jóvenes aspirantes a novia del enfermo, barras bravas de Independiente con sed de venganza, familiares envueltos en llanto, Lucys enfundadas en ropas de viuda joven y médicos incrédulos ante el nivel de supervivencia del paciente.

No volvieron a hablar de Haidegger. Se quedaron un buen rato en silencio, como degustando la conversación de la que poco habían comprendido. Federico se había quedado dormido sin remera sobre el sofá beige.

—Te voy a traer un gato. Una gata. La de Fede acaba de tener cría y vos necesitás una. La gata te va a ayudar.

—No, prefiero que nadie dependa de mí.

—Necesitás ocuparte en algo. Ya vas a ver. Además vos vas a depender de ella.

—Como quieras.

Le quedó resonando ese “necesitás ocuparte en algo”. Por el contrario, lo que él quería era desocuparse. Quería irse. Se acordó de Tony. Otra vez.

—¿Qué vas a hacer con lo del presidente de Boca?

—Supongo que el intendente debe estar ocupado intentando esconder las macanas de su mujer. Por eso hace dos o tres días que no me molesta. No faltará mucho. Ya sé lo que voy a hacer.

Guardó silencio como si no esperase la pregunta que nosotras y nosotros sí:

—¿Y? ¿Qué vas a hacer?

—Renunciar.

—¿Ves que Heidegger tenía razón?

No tuvo fuerzas para responder. Se guardó la risa y el sarcasmo y anunció que iba al baño. Se llevó un yogur Ser con cereales, el celular y los auriculares, la mandolina sonaba estridente y festiva pero a él lo ponía triste. Bajó la tapa del inodoro forrada en una felpa azul, se sacó las pantuflas de Spiderman, apoyó los pies sobre la alfombra de baño tejida a crochet por sus manos y se recostó sobre la pared azulejada.

La idea de ver a Tony en su recuerdo lo ponía bien. Ese sincretismo amoroso entre música, memoria y amor le hacía bien. En general a los abandonados los lastima el acordarse del que abandona, a Diego le provocaba el efecto contrario, le dolía tanto extrañar a Tony que le causaba un placer inédito. Esa inconsciencia afectiva le hacía bien. Reacomodó los pies sobre la lana caliente. Él todavía no lo sabía pero el intendente le acababa de enviar un mensaje. El tiempo se suspendía entre los golpes de cuerdas de los violines y los susurros del violoncello. Volvió a pensar en Heidegger y en su juventud podrida y en cómo alguien así podía tener pensamientos tan complejos. Ideas que nos ponían a pensar, que nos intimaban a formularnos preguntas.

Basta de falsedades filosóficas, se dijo. Levantó el volumen de la música, música que lo arropaba y lo expulsaba por igual, la orquesta se montó sobre la sístole furiosa de la mandolina y sobre el pabellón auricular en un allegro que lo depositó al borde de las lágrimas. Quería recordar, quería ser ahí y ahora, sin nostalgia, sin dolor, quería entregarse a la ventaja de la memoria sin caer en la necesidad burda de la repetición. Sin poner el cuerpo otra vez. Quería entregarse en esencia al amanecer resucitado de la primera noche del amor que ya no era y que quería volver a ser. Y así lo hizo…

El Ser dibujo por Verónica Ocantos