Capítulo 15: Brevísima historia del dictador que se cree murió de muerte natural mientras cagaba (parte 1)

Muchas veces, tanto de niño como de adulto, Diego había oído la pregunta fantástica sobre qué haría alguien si tuviese la facultad de volverse invisible a los ojos del resto de la humanidad. Un juego recurrente con personas desconocedoras del poder que poseía quien luego se convertiría en El Homoinvisible. Había oído también diversas respuestas fantásticas a esas preguntas tan llenas de hipótesis: “Yo me metería en el baño de chicas”, “Yo robaría un banco por semana”, “Yo sería jugador de fútbol profesional”, “Yo participaría de las reuniones de la ONU”, “Yo espiaría a mi ser amado”, “Yo viajaría gratis en primera clase”, “Yo permanecería en los museos una vez terminado el horario de visita”, “Yo mearía los vestidos de los monarcas”, “Yo nadaría desnudo en las piletas de natación”, “Yo rozaría los pliegues de los glúteos del tipo que me gusta”, “Yo me sentaría en la mesa de los empresarios para escupirles la copa de vino”, “Yo dormiría en la cama de mi escritora favorita para arrancarle la frazada en medio de la noche”, “Yo me tiraría debajo de un tren sin detener el servicio”, “Yo escaparía de amores contrariados sin previo aviso”, “Yo pasearía perros sin correa”, “Yo probaría todos los gustos de los helados hasta encontrar el deseado”, “Yo rompería teles en hoteles cinco estrellas”, “Yo cagaría en los uniformes de los policías”, “Yo vomitaría sobre el pelo de la reina de Holanda”, “Yo leería los exámenes antes de la hora de clase”, “Yo caminaría por las calles más oscuras”, “Yo incendiaría iglesias con los curas pedófilos adentro”, “Yo enderezaría a transeúntes perdidos”, “Yo penetraría el Amazonas”, “Yo desaparecería”, “Yo violaría a dictadores”, “Yo mataría a los presidentes que me diera la gana”, “Yo haría sangrar heridas curadas”. Respuestas, algunas, muy atractivas (“pasear perros sin correa”, por ejemplo) y respuestas, la mayoría, muy estúpidas.

En rigurosa asociación con la verdad, una vez en uso del extravagante poder, Diego no había caído en la sugestión de usarlo para realizar alguna transgresión de las mencionadas en el párrafo anterior. Solo un puñado de veces, de manera circunstancial, movido por la curiosidad y la alegría o, en las antípodas, por obligación laboral: algunos robos menores, alguna intromisión lejana en la vida de su madre (acción abandonada por la notable intuición de la señora: nunca había podido ser invisible para ella), alguna venganza inocente en su breve derrotero amoroso, alguna venganza letal en su adultez deshabitada de éticas y morales. Dentro de ese puñado de excepciones hay una que suele tenerlo en el borde de las emociones, de esas que dan ganas de contar seguido, una experiencia de esas que de tanto recordar se convierte casi en una mentira. Fue aquella vez que vio morir al dictador en su celda, mientras cagaba. O que vio morir al dictador cagando mientras moría, que es casi lo mismo. Si para algo le ha servido tener un poder único en el mundo1 ha sido para vivir ese rato.

La historia ocurrió entre el 11 de mayo y la madrugada del 12 de 2013. Diego siempre tuvo aversión a los uniformes, quién sabe si para contradecir a su madre, quién sabe si por una patología de nacimiento, pero odiaba a los milicos y a los policías. Paradójicamente o no, a veces se pensaba a sí mismo como una especie de policía en las sombras y cada vez que le pasaba eso actuaba rompiendo esa falacia, torturando empresarios o lastimando canas o matando delincuentes indefensos. En esos años leía la prensa, compraba el diario todas las mañanas, se sentía un tipo informado. Su vida emocional de pareja empezaba a caer en el abismo de la nada y algunas incursiones de aventuras clandestinas lo ayudaban a sostenerse con vida emocional fuera de Tony. Sabía que al dictador lo tenían preso en Marcos Paz, sabía que no le quedaba mucho tiempo porque estaba viejo y lúcido y arrogante y católico e hijo de puta, pero sobre todo viejo. Salió temprano de Banfield, el trayecto era largo, quería apurarse no fuera cosa que justo que había decidido embarcarse en este juego final el viejo genocida tuviese la buena fortuna de morirse antes. Había estado alguna que otra vez en alguna cárcel dentro del itinerario de sitios que debía conocer con fines recreativos o antropológicos, pero nunca con un objetivo como este. Llegó a Marcos Paz. Logró pasar por todos los ingresos prohibidos del complejo penitenciario, evitando chistes de mal gusto hacia los guardias, urgido por cronos. Lo invadía una excitación contenida parecida a las primeras veces que había sentido el perfume de la sangre de un muerto reciente. La cárcel era linda, al menos eso le pareció después de esta visita que duraría, según sus planes respetados al pie de la letra, algunas horas. Los techos verdes le daban un aire de museo arrasado por la cólera de un funcionario. No le costó mucho hallar el lugar indicado: celda número 5 del módulo 4 del pabellón 8. Esperó un rato en el pasillo hasta que un vigilante apareció con un refrigerio para el dictador detenido: golpeó la puerta, pidió permiso, lo trató de señor y de general y se fue sin poner llave. El dictador dijo gracias, pidió no ser molestado y cerró la puerta con la bandeja en una mano. Quedaron los dos del lado de adentro. Antes de tenerlo a centímetros, Diego había pensado que su presencia, presencia que tantas veces había percibido por la tele o en las fotos de los diarios, lo dejaría consternado porque estar frente al dictador era como estar frente a Hitler o Franco o Clinton: un encuentro con una de las mentes más perversas de la historia. Pero no, tuvo la sensación, acaso contradictoria, de estar en un lugar placentero, como si se estuviera fumando un cigarrillo en un spa con Tony acariciándole los omóplatos con la planta de los pies. Con el Tony de los primeros años de amor acariciándole los omóplatos con la planta de los pies. El tipo era igual que en sus épocas de traje de fajina, igual pero un poco más gelatinoso. El cuarto (porque el lugar era un cuarto, de ningún modo eso era una celda) era amplio, limpio, austero, pintado de blanco, con el piso de baldosas lustradas color ladrillo, baldosas lustradas con esmero por algún fanático sumiso, una cama de una plaza en el centro, un escritorio de madera lleno de papeles, algunos diarios, una Biblia y un equipo de audio, una mesa de luz en juego con los otros muebles sobre la que reposaba una botella de agua y un vaso a medio servir, una silla reposera con almohadones amarillos un poco fuera de contexto, un pequeño ropero, una estufa empotrada a la pared, un ventilador en el techo con aspas blancas y una cruz enorme coronando la cabecera del lecho. Diego inspeccionó un rato, leyó documentos, revisó el retrato sobre el escritorio (una mujer rubia, atractiva, con el brushing hecho para la ocasión) y algunos recortes pegados con cinta sobre la pared más cercana a la mesa. Agarró cosas, las olió, revisó los cajones. Se metió en el pequeño baño privado con ducha, se miró al espejo del botiquín, miró el inodoro pulcro con asiento de plástico negro. Acá se dijo.

El Homoinvisible y el dictador. Por Verónica Ocantos.

Estuvo con él durante varias horas, lo miró en silencio, se corrió algunas veces para no chocarlo, aunque el viejo pasó la mayor parte de la tarde tirado en la cama, sacándose cada tanto los mocos, arrancándose pelos de la nariz y tocándose los testículos con la mano derecha. También se tiró unos cuantos pedos. Era un viejo sucio igual que cualquiera. Entre los papeles que había arriba del escritorio, Diego había podido leer un informe impreso con enmiendas de puño y letra del genocida: “Informe sobre la guerra a la población argentina”, documento lleno de lugares comunes sobre una presunta guerra, nunca aparecido entre las pertenencias del dictador al día siguiente una vez traspuesta la línea de la muerte. Diego no se le apareció hasta bien entrada la madrugada. Primero lo dejó dormir, roncar y soñar como si 30000 gritos no estuviesen intentando mantenerlo en un insomnio eterno. El reposo parecía plácido, estos hijos de puta duermen bien, pensó Diego, infantil, creyendo en la validez de la culpa del genocida: no, estos hijos de puta no solo duermen bien, sino que sueñan con finales felices. Hacía frío pero no tanto, era una verdadera noche de otoño, un clima ideal para matar a un dictador.

Encendió un rato la estufa, después la apagó y encendió el ventilador. Eso estaba mejor. Lo destapó algunas veces, jugando al fantasma, después le hizo algunas leves cosquillas en las plantas de los pies, no tanto como para despertar a la bestia envejecida. A las 4 de la madrugada empezó el baile real. Lo estaqueó a la cama con unos cinturones y unas camisetas interlock en cada mano, fue cuidadoso para evitar que el viejo despertara, lo tuvo un rato así, atado y dormido. El tipo se quejó un par de veces en un espasmo corporal: tenía frío. Diego buscó en el botinero de la mesa de luz algo para tomar y encontró un whisky, un Jack Daniel’s a medio terminar, bebió del pico y encendió un cigarrillo. El viejo, ajeno a los movimientos invisibles del héroe, seguía soñando con su esposa (¿la mina del retrato con brushing?) o con sus subordinados o con la pendeja esa, hermosa de ojos marrones, de rulos, zurda subversiva, que se había cansado de violar en la ESMA. Diego no pudo evitar reflexionar sobre lo poderoso que ese tipo había sido y sobre lo insulso que resultaba verlo estaquedo en la cama, ya no asustaba a nadie, era un viejo de mierda más a punto de morir. Subió la velocidad del ventilador de techo, le bajó los pantalones y el calzoncillo azul con circulitos rojos Lacoste, tenía el pitito chiquito, arrugado y triste sobre las mejillas brillantes de los testículos, con los pelos canosos cubriendo el prepucio. Lo que se dice un pito muerto. El viejo tosió un poco por el humo del cigarrillo de El Homoinvisible pero no despertó. Diego se acercó y le tiró más humo, más tos, sobre el rostro, pero el sueño seguía intacto. Estuvo tentado de apagar el tabaco sobre la cabecita arrugada del pito, pero no, todavía no.

El Homoinvisible y el dictador. Por Verónica Ocantos.

1Hasta el momento de la publicación de este escrito se sabe de la existencia de unas pocas personas con poderes extravagantes a lo largo del planeta: una chola capaz de levitar durante horas y a alturas desmesuradas (entre 50 y 200 metros verificados); un viejo en Surinam capaz de respirar bajo el agua (de hecho habita una choza en las profundidades del río Corentyne); una nena en El Congo capaz de escupir fuego como una dragona; un señor peruano capaz de levantar, mover y arrojar objetos enormes (tales como techos, elefantes o camiones) con solo mirarlos; un pibe de Jamaica capaz de conversar con todas las especies animales y una señora paraguaya capaz de congelar las cosas con solo apoyarles un dedo. Cada tanto alguna noticia da cuenta de algún nuevo integrante en la familia de la gente con poderes sobrenaturales, la mayoría poderes falsos.