El Homoinvisible y el rubio en San Marcos Sierras. Por Vero Ocantos.

Capítulo 17: ¿Para qué se inventaron las orillas de los ríos?

Están los dos tirados en el piso del baño. La noche anterior fue larga. Larga en alcoholes, en besos, en marihuana, en leches. 

Se bañaron hace un rato y se secaron sentados en el piso y uno apoyó la espalda sobre los azulejos celestes y el otro apoyó su espalda sobre el pecho lampiño y rubio del otro y los pies de ambos aparcaron sus dedos contra el bidet. Fuman juntos sin calentarse todavía. Escuchan algo de música, acaso algo del Caribe pero suave (podría ser el concierto de Omara Portuondo en vivo en Montreal en 2008,  pero seguro están escuchando Sonocardiogram de Daymé Arocena) 

—Sos lindo, eh. Sos tan lindo que seguro pasás inadvertido para el resto (¿usará alguien la palabra “inadvertido” cuando está desnudo y no es un intelectual?). Sos tan lindo, tan sutil, que la gente seguro no te puede ver bien. Como si fueras invisible. Contame algo. Un rato. Que si no me caliento y me dan ganas de coger otra vez. Contame algo y después cogemos un rato más. 

El receptor de las palabras es un tipo silencioso, sabe que su silencio inspira curiosidad, también sabe que ese silencio no es fruto de la impostura, es un silencio genuino, tan genuino como sus piernas o su poco pelo rubio o su incipiente pancita de embarazada de tres meses de cerveza. De todos modos va a contarle algo al otro. Va a contarle algo pero no todo. Y esa es la condición: contarle algo pero no todo y sin derecho a preguntas ni dudas ni nada. Desde que vive en este pueblo de hippies exiliados que no precisa del sopor del clonazepam, es como si el pueblo todo permaneciese bajo las propiedades hipnóticas del fármaco. Si esto fuese una novelita escrita entre 1800 y 1853 diríamos que el sopor del clonazepam habría sido reemplazado por los efluvios amorosos que despedían los cuerpos de los amantes. Una especie de atmósfera dopada en concordancia con el color local de las sierras hippies. Pero como se supone que es una novelita escrita en el siglo XXI diremos que el sopor del clonazepam ha sido reemplazado por los fluidos desastrados de los cuerpos embebidos en leche y transpiración.
 

—Te voy a contar algo con dos condiciones.

 —Las acepto sin saber cuáles son. (Esta es una buena respuesta, rápida, original, pero sumamente artificial). 

—La primera es que no podés hacer preguntas. La segunda es que todo lo que te voy a contar es verdad. 

El otro, el rubio, asiente con la mirada, pero como Diego, nuestro Homoinvisible está con su espalda sobre el pecho de su amante, no puede ver este detalle. Solo arranca con su breve historia una vez que el otro insiste en que se la cuente: 

—Ya te dije que las aceptaba antes de saberlas. Ahora las sé y confirmo mi aceptación. 

Llevan casi dos meses de convivencia. La vida es todo lo placentera que puede caber en un pueblo de hippies exiliados, en una casa mal cuidada y en dos tipos que se gustan mucho. Y que creen estar comenzando a enamorarse. (Parece esta frase un lugar común de comedia romántica mal escrita por algún guionista plagiador). 

—Tendría algo así como cinco años, iba al jardín de infantes cerca de mi casa, al 903 de Banfield. Como todo el mundo, no me acuerdo de casi nada de ese tiempo de mi vida, la infancia es un hueco en la memoria, solo recordamos dos o tres cosas, el resto es cuento o vacío. Disculpame no me quiero poner profundo, no me sale, aunque tampoco me sale hablar de corrido sin caer en estos comentarios que no aportan nada. (Usa un tono melancólico, un tanto inapropiado para alguien que se supone lleva un par de meses bajo el cielo de la felicidad casi total. Además las veces anteriores que se utilizó el estilo directo para darle voz a este personaje, seguro se empleó otro tono, otro matiz en el lenguaje). 

Llevan casi dos meses envueltos en la rutina del sexo vuestro de cada noche. 

—Uno de esos huecos está interrumpido por un recuerdo que no tiene mucho sentido. No tiene sentido para mi vida adulta. Bueno, eso no importa. Tenía un compañerito con el que nos encontrábamos siempre en el rincón de juegos donde había ropa para disfrazarnos para jugar “a la mamá y al papá”. Yo me ponía un vestido con flores tipo Sara Kay, él, tan rubio con su corte Balá brillante, se ponía un viejo bléiser azul. Yo le preparaba la comida, a veces milanesas con puré, a veces un bife a la plancha con ensalada de tomate y lechuga, sin cebolla porque a él no le gustaba, él me contaba cómo le había ido en el trabajo, en general hablaba de cosas de oficinista, después nos tomábamos un café en las tazas de plástico amarillo, con tres cucharitas llenas de azúcar imaginaria y charlábamos un rato sobre nuestros hijos, a veces teníamos dos varones, a veces tres nenas, a veces un hijo único muy consentido. 

Llevan casi dos meses comiendo poco, leyendo mucho, cosechando algunas flores y tomando vino cada vez de peor calidad en nombre de cuidar el dinero para no tener que salir a trabajar hasta el tiempo del turismo. 

—Lo mejor del juego venía después del café. Nos dábamos un beso y nos acostábamos en el suelo de mosaicos fríos cubiertos con una tela de lienzo que usábamos para simular una cama matrimonial donde seguro habíamos concebido a nuestros hijos malcriados. Una mañana los dos vestidos de niño con el pintorcito naranja tomamos la decisión de compartir con nuestra maestra lo mejor de nuestro juego: nuestros besos de amor de boca cerrada. Seño, mire lo que hacemos: chuic. Beso, risa y chuic. Beso, risa y… 

El rubio interrumpe la repetición del relato con un beso que se extiende más de lo previsto y que termina mojando las puntas de los pitos al aire. Llevan dos meses calientes. Tan calientes como el rubio en este momento en el que Diego, El Homoinvisible, le cuenta su relato de infante. El pito del rubio pega en la cintura de Diego.

—No hace falta que te cuente que el asunto se convirtió en un pequeño escándalo. Citaron a nuestras madres, supongo que nos hablaron para decirnos que eso no se hacía, que los nenes tienen que estar con las nenas, que si volvíamos a hacerlo nos tendrían que cambiar de jardín. No sé que me dijeron ni qué le dijeron a mi mamá, lo que sí, con el nene, de quien no recuerdo su nombre, no jugamos más. 

 Llevan casi dos meses pensando cuánto durará tanta calentura, cuánto durará esa vida casi perfecta, tan perfecta que saben que en cualquier momento uno de los dos la va a pudrir. (Este recurso es casi una prolepsis). 

—A esa altura de mi corta vida yo ya sabía que a veces podía volverme invisible. Lo que no sabía muy bien era cómo hacerlo. Entonces durante todas aquellas noches me encerré en mi cuarto para practicar el poder que nadie sabía que yo tenía. En realidad, mucho después supe que mi mamá siempre supo eso de mí, pero eso no te lo voy a contar, ni ahora ni nunca. Tampoco te voy a contar cómo descubrí cómo hacer para invisibilizarme voluntariamente. Una mañana de esas, en el jardín, lo hice. Lo tuve que hacer porque desde que la señorita nos había buchoneado con nuestras madres a mí no me dejaban acercarme a mi marido infante con el corte Balá. Esperé el momento de la siesta, esperé que la señorita saliera, me hice invisible, me acerqué a mi pequeño marido y lo besé mucho mientras dormía. Hice eso hasta que terminó el año y no lo vi más. 

Llevan casi dos meses de palabras desnudas mirando los dibujos del techo de pino, de caminatas de la mano inventando senderos hasta llegar al recodo del Quilpo y bañarse entre las tortugas y dejar la ropa para que se seque sobre alguna piedra granítica y coger antes de leer algún libro de Carrera y coger durante la lectura de algún poeta renacentista y coger después de leer los versos de Bernardo Durand. Que para eso se inventaron las orillas fluviales. 

(Acá faltaría agregar que el viejo chip del celular de Diego, si estuviese colocado en algún dispositivo encendido y con buena carga, estaría indicándole a su dueño no menos de una centena de llamadas perdidas, no menos de un par de centenas de mensajes en la casilla y no menos de dos pares de centenas de mensajes de whatsapp salidos de un pequeño puñado de sus viejos contactos: los mellizos, Martha y su antiguo jefe, el intendente de Lomas de Zamora. Pero como el chip reposa en el fondo de la mochila de Diego, por el momento, este no sabe de estos intentos vanos por contactarlo. Por eso sigue cogiendo con su efebo).