La vista panorámica desde la ventanilla de un avión, cuando vuelvo a casa es una postal inevitable: edificios apagados por una nube de tierra en suspensión, producto de la sequía del verano, sumada al humo del polo petroquímico y al de la quema de pastizales. Soy de una provincia muy profunda, quiero decir: etcétera.
Después, ya en el barrio, es salir a la puerta y mirar: el campo abierto, el molino de enfrente moviendo sus aspas, los árboles verdes sobre la línea del horizonte y hacia atrás el asfalto que va a la avenida que a su vez va a aquel agrupamiento fuera de foco que son los edificios del centro.
Se trata de llegar y acomodarse de a poco a esta zona de construcciones aisladas y grandes espacios abiertos. Estaba en eso cuando escucho que alguien aplaude las manos en la entrada. Me pongo un short Adidas trucho y salgo a atender: hay dos mujeres de pollera larga del otro lado del portón. Dos mujeres, cada una con su pollera hasta los tobillos, del otro lado de la línea municipal, con dos sonrisas prefabricadas. Me digo a mí mismo: “no debería haber demasiado peligro” y voy a abrir.
-¿Creés en Dios? –me dice la rubia.
Arrancaron fuerte, la puta madre. La pregunta me deja tecleando. Pienso un momento: “Dios”. Trato de imaginar algo concreto en torno a esa idea. Nada.
-No sé –le respondo– la verdad que se me hace algo muy grande.
-¡Es que es algo muy grande! –me dice la morocha.
Parece que le di una excelente punta. Me pregunto si la morocha tiene la capacidad de transformar cualquier respuesta en una excelente punta. La miro con un poco de desconfianza, pero es una desconfianza saludable. De hecho trato de pensar cada respuesta seriamente y de entablar una conversación. No sé de dónde vienen ni adónde van, pero llegaron a mi puerta para que tengamos esta charla. Pienso que pueden aportarme alguna cosa y que, llegado el caso, yo a ellas también. Entonces la rubia me dice que solo se guían por lo que está escrito en la biblia, que no les interesa nada de nada lo que pueda haber escrito en otro lado. Cuando estoy a punto de hablarles de “El castillo” de Kafka ella me primerea y saca el celular del bolsillo.
-Mirá –me dice– te voy a leer un pasaje, de Lucas, para que lo pensemos entre los tres.
Me muestra la pantalla y lee:
– “Y, en cuanto a ustedes, cada cabello de su cabeza está contado. Así que no tengan miedo; para Dios ustedes son más valiosos que toda una bandada de gorriones”.
– Los gorriones los trajo Sarmiento –le digo antes de que empiece con cualquier otra cosa.
Ese es mi dato, lo que le puedo agregar a la cita, mi forma de avisarle de lo que estoy hecho. La rubia guarda el celular y hace como si yo no hubiera dicho nada, lo cual, hay que reconocer, es algo perfectamente lógico. Cierra un poco los ojos, se humedece los labios y me plantea el conflicto a resolver:
-Si Dios conoce todo (¡hasta cuántos pelos tenés en la cabeza!) –me dice con voz de maestra jardinera– ¿por qué deja que pasen cosas malas sobre la tierra?
Es un buen punto. Me quedo un rato callado y le respondo:
-Porque también hay otras fuerzas.
-¡Pero muy bien! –me dice ella otra vez con un tono de salita azul y yo inflo el pecho.
Creo que podría ser un excelente testigo de Jehová. “Hay otras fuerzas”. “También hay otras fuerzas” es una respuesta para seguir pensando, ¿no? Me gustaría hablarles de la noción de “fatalidad” que tenía Flaubert, pero cierto que no vale otro texto que no sea la biblia. En ese sentido estoy muy en desventaja.
-La verdad que yo no he leído la biblia –les confieso– y me gustaría, eh, me gustaría leerla, porque debe haber un montón de cosas interesantes, incluso para seguir pensando eso de los pelos, pero la verdad que no he tenido tiempo.
-Está muy bien, está muy bien –me responde una de ellas– no te queremos retener más. Pero si te parece un día de estos, a la misma hora más o menos, volvemos a pasar y te contamos una profecía, eso es algo que dice la biblia que va a pasar en el futuro. ¿Vos creés que Dios puede saber lo que nos va a pasar en el futuro?
Otra vez lo mismo: Dios, el futuro, una profecía. La puta madre:
-Ni idea –le vuelvo a decir– es como te dije antes, se me hace algo muy grande. Me cuesta figurarme esas cosas en la cabeza.
Al instante me siento alguien diminuto, incapaz de ver más lejos de la línea municipal de mi casa. Las saludo y las sigo con la vista hasta que aplauden al lado. Me meto adentro para darles privacidad, para que desplieguen las herramientas que crean más pertinentes con respecto a la predisposición de mi vecino. Voy hasta la pieza y me acuesto en la cama. Agarro el control remoto pero lo vuelvo a poner en la mesita de luz. Me quedo un rato acostado con los ojos mirando el techo. Ojalá cumplan su palabra y vuelvan a contarme esa profecía.