Hace unos días la fui a ver a Yili a Del Viso. Su familia alquiló una quinta con pileta y me invitó una semana. Tomé el colectivo hasta Retiro y de ahí llegué en el Belgrano Norte. Por lo general, cuando voy a visitarla, tomo el Mitre: un tren chino, eléctrico, sellado y calefaccionado, que atraviesa los barrios más caros del conurbano. El Belgrano es otra cosa, un tren de origen marroquí, a la antigua, donde la gente viaja colgada, como si en el espacio de las dos estaciones hubiesen superpuestas dos capas temporales. Entonces tomé el tren rojo, así me parece que le dicen, y en vez de ir recto hacia el norte nos desviamos un poco hacia el oeste durante casi una hora y media. Bordeamos la General Paz y después de cruzar la Panamericana aparecieron lo que en mi cabeza denominé “barrios franceses”: Boulogne Sur Mer, Sourdeaux, Grand Bourg, y la ciudad compacta se deshizo con una fuerza incluso más fuerte de informalidad: casas a medio terminar, sin revoque, sobre calles sin veredas donde había autos estacionados y ferias de ropa y comida en cada cruce, con enormes publicidades gastadas por la lluvia y el sol: MADERERA, ALQUILO, ABOGADO. En Los Polvorines, al bajar del tren, un nene quedó atascado en el andén provisorio, que está unos centímetros por debajo del nivel del escalón del tren. La mamá empezó a llorar y a gritar espectacularmente, incluso de manera desmedida para lo que había sido un accidente menor. Se fueron bajando una rampa mientras ella insultaba a los guardas. A la altura de Tierras Altas nos tiraron un piedrazo que reventó contra el marco de una ventana. El sobresalto fue general. Si hubiera estado abierta, o si hubiera explotado un vidrio, alguien podría haber perdido un ojo, pero el tren siguió andando por el borde de esa hilera de construcciones precarias que cada tanto se corta para darle lugar a calles de tierra o bocacalles de asfalto. En Del Viso me esperaban Yili y su papá en un auto. Fuimos hasta la quinta y ahí pasaron los días, abajo del sol y adentro del agua. Poco a poco fui dejando atrás la sensación de haber llegado arrastrándome. A veces me siento inseguro, un calor que me ocupa la cabeza suele transformarse en dolores físicos y me cuesta salir. Esta vez, veinte minutos antes de manejar hasta la terminal de colectivos, fue un dolor abdominal muy fuerte. Atravesé la ciudad, dejé estacionado el auto en el barrio Obrero, agarré mi mochila pesada y grande, caminé hasta la terminal, me subí al colectivo, atravesamos la ruta, entramos al tránsito trabado de capital federal, me bajé del colectivo, caminé hasta el Belgrano y me senté en un asiento invertido, a contracorriente de la dirección del trayecto. El tren se oscureció completamente en un túnel que cruza la avenida Maipú, ya del lado de provincia, un tramo antes de llegar a Aristóbulo del Valle. Después vino la Panamericana, algunos “barrios franceses”, un gran espacio de montes, más “barrios franceses”, el nene trabado y la piedra contra la ventana.

Dos semanas después viajamos a Uruguay. Esta vez fui en avión hasta Buenos Aires y de ahí cruzamos en Ferry hasta Colonia. Llegué dos días antes de la fecha del Buquebus, durante los que hizo un calor aplastante. Prácticamente pasamos 48 horas acostados en la cama, yendo de la habitación a la ducha. Eso es todo lo que se podía hacer, además de intentar poner la mente en blanco hasta que las cosas se sucedieran. Esa era mi estrategia: a Del Viso había llegado un poco reptando sobre mi propio vientre y ahora, que iba a cruzar la frontera con algunos dólares y pesos argentinos, mi idea era estar con Yili, refrescarme en la ducha cada una hora, y leer algunas páginas en el balcón cuando cayera un poco el sol y corriera mínimamente un viento que invitara a respirar. Es decir: pensar lo menos posible en el viaje que íbamos a hacer. No mirar rutas, itinerarios, pronósticos del tiempo, tipos de cambio, tampoco restoranes recomendados o edificios históricos. Toda bola que empezara a amasar en la cabeza, me decía, se puede transformar en maraña. Estos son los problemas del verano, después vendrán los del invierno, separados por los de las estaciones intermedias. Aunque en realidad había algo más en aquella evasiva: a la vuelta me tenía que enfrentar a la incertidumbre laboral, a una nueva disponibilidad tanto horaria como económica y, consecuentemente, igual que Yili, al potencial desarraigo emocional que desde un primer momento acecha como un fantasma en nuestra relación a distancia.

Pero cuando llegó el día de viajar había en mí un principio de euforia. A la madrugada fuimos hasta la terminal de Buquebus, otra vez por Panamericana, ese río en constante movimiento, atravesamos los bosques de Palermo hasta Libertador, cruzamos la plaza San Martín y llegamos por Paseo Colón: de un lado la cartelería luminosa del nuevo Metrobus del bajo, del otro, en cada calle, grupos cada vez más numerosos de personas durmiendo al cobijo de esas inmensas galerías. Pasamos por la Aduana y fuimos al sector de embarque. Todo era nuevo para mí, nunca había cruzado el río. Me había imaginado un barco más bien chico, como una especie de colectivo acuático, parecido a los barcos colectivo del Delta. Cuando subimos mi primera impresión fue la de estar en un crucero mediano: autos viajando en la bodega y arriba la disposición de las butacas como en un gran cine, los sillones rojos, el free shop con sus productos importados, los distintos niveles, las escaleras, las alfombras ignífugas, una casa de cambio. Yili fue a sentarse en su butaca, contra un inmenso ventanal con el río de fondo, y yo empecé a dar vueltas por el barco, adentro y afuera, a acelerarme cada vez más hasta que me sentí completamente envuelto. El corazón me latía muy rápido. Estaba en un pico y ni siquiera me había dado cuenta. Fui hasta la butaca de Yili y le dije que había una casa de cambio. Agarré 7500 pesos argentinos y los fui a cambiar. Considerando la cotización en Buenos Aires, Yili me dijo que me tenían que dar aproximadamente 6800. Fui hasta la ventanilla y le dije a la chica que quería pesos uruguayos. Ella me avisó que la compra de pesos argentinos estaba en 60 centavos. Sin pensarlo mucho le dije que sí, que hiciera lo que tenía que hacer. Sacó un fajo de billetes, los contó y me dijo que me daba 4500 pesos. La voz de Yili me retumbó en la cabeza: 6800. Pero lo único que quería en ese momento era tener pesos uruguayos en la billetera, papeles impresos con caras de próceres y no de animales argentinos. El blindex frío, la calculadora, las alfombras ignífugas, todo en conjunto se me figuró como una pileta profunda en la que de repente sentía ganas de tirarme. El barco todavía estaba amarrado en el puerto de Buenos Aires, la gente seguía subiendo y ubicando sus valijas en los valijeros. Le dije que sí, que sí, que me diera los pesos uruguayos, por el amor de Dios. ¿Por qué tenía que darme tantas explicaciones? ¿Acaso yo no había sido claro en mi pedido? Había llevado una pila de billetes de un color y quería, de vuelta, otra pila de billetes de un color distinto. Más grande, más chica, eso no era lo importante ahora. Entonces agarré los billetes y fui a sentarme al lado de Yili. Le dije “me dieron 4500” e inmediatamente sentí cómo me desinflaba.

Así empezó el viaje. Pasé la primera media hora pensando en los efectos narcóticos de la ansiedad.

– Me tiré como a un vacío –le dije a Yili.

– Sin embargo sos frío y calculador –me respondió.

Y tenía razón. Si en principio podía comparar esa espiral ascendente con una droga química (espiral en la que había subido sin mucha conciencia pero con algo de regocijo) ahora cabía ponerla a trasluz de una estructura rígida y obsesiva. Esos raptos de ceguera blanca, me decía Yili, pueden funcionar como una especie de antígeno de tu mundo corriente. ¿Qué significaba “mi mundo corriente”? Actos absurdos como exorcismos: en Montevideo o después durante ese mismo viaje en Punta del Diablo, pero también en Buenos Aires y en Bahía Blanca, por ejemplo, llevar literalmente la cuenta de las cosas: de las calles que había que caminar en el trascurso de un día (40, 50, 60), de los minutos compartidos con Yili, del número de las relaciones sexuales, de las ciudades en las que estuvimos, etcétera. En mi casa tengo un cuaderno gris, artesanal, que me regaló ella al comienzo de nuestra relación, donde documento este tipo de listas. De hecho podría abrirlo en este momento, mientras escribo, y ver la hilera con las 9 ciudades o leer las últimas estadísticas: 2984 horas juntos, 86 encuentros amorosos.

Los días en Montevideo también fueron sofocantes. Principalmente en Ciudad Vieja hicimos tiempo hasta subir a Punta del Diablo. Desde el colectivo pudimos ver la arena blanca que se insinúa en cada costa, algunos pueblos del interior, los palmares prolijos al costado de la ruta, y entender la verdadera escala humana de ese país con forma de provincia. En Punta del Diablo pasamos las horas en la cabaña, esperando la tarde para bajar a la playa y ocasionalmente ir al centro, una bajada de tierra con algunos puestos que dobla hasta el sector más tradicional de los pescadores. Lejos de todo, alternando entre las mareas altas de la hipocondría pude disfrutar del paisaje y de estar con Yili: comiendo cazón frito con cerveza o sencillamente metiéndome al agua; un mar azul, muy activo en las playas de La Viuda, que por momentos se volvía peligroso. Los días empezaron a parecerse uno al otro, solamente variaba el color de los perros que venían a visitarnos. A la hora de la siesta me tiraba en un sillón y me guarecía del sol más fuerte leyendo cuentos de Doctorow. Era como estar en catedrales pensadas por un ingeniero muy preciso. Una tarde leí “El escritor de la familia”. Básicamente trata de un chico que ante la muerte de su padre, y por pedido de una de sus tías, tiene que escribirle una serie de cartas a su abuela que está en un geriátrico, haciéndose pasar justamente por su propio padre, para que la abuela trascurriese sus últimos días sin tener conocimiento de la fatalidad. Una serie de conflictos secundarios tensionan esta situación: las diferencias entre las distintas ramas de la familia, los rencores del pasado, los sueños frustrados del padre muerto, los deseos postergados, la posibilidad (a veces concreta y otras más difusa) de una vida normal en el horizonte cercano. En un momento el protagonista empieza a tener un sueño recurrente: llevaban al padre de vuelta a la casa, desde el hospital donde había fallecido, pero con la particularidad de que seguía muerto: se trataba de una especie de muerto vivo, un hecho que el protagonista describe como “asombroso y feliz”. Pero por otro lado se lo veía sucio, amarillento y debilitado por la muerte. Todos intentaban ayudarlo pero aparecían dificultades: cuando lo estaban llevando a la casa, por ejemplo, había un problema mecánico con el auto, o la ropa le quedaba grande y se le enganchaba en la puerta. En otra versión del sueño estaba vendado de la cabeza a los pies y cuando intentaban levantarlo de la silla de ruedas para meterlo en el taxi, el vendaje se desenrollaba y quedaba atrapado en el eje de una de las ruedas de la silla. Todos observaban estas cosas con tristeza y no entendían por qué el padre no cooperaba y siempre estaba de mal humor. Ese era el sueño que aparecía, con variantes, una y otra vez y que a mí me transportó al 2004. Cuando falleció Carlos en un accidente de tránsito empecé a tener un sueño parecido: lo veía volver al barrio, aparecer en la tira interna de ligustros donde crecimos, consciente de estar muerto pero con todas sus facultades físicas intactas. Cruzábamos algunas palabras y rápido me daba cuenta de que estaba muy triste. Yo le decía algo por el estilo:

– Estás muerto, ¿y qué problema hay? Vayamos a dar una vuelta, tomemos una cerveza en la quinta González Martínez.

Él se quedaba callado y de a poco se iba yendo para otro lado. Era como si estuviera vacío y no tuviera ni fuerzas ni ganas de compartir un rato conmigo. Como los personajes de Doctorow, yo no podía entender por qué estaba tan triste.

Pensar en Carlos tan lejos de mi casa, después de quince años de súbitas apariciones, me pareció que le daba consistencia a varias cosas: a esa estadía en la playa pero también al recorrido que habíamos hecho juntos en la infancia, e incluso al que me tocó seguir haciendo solo cuando él se fue. Había algo ahí, en el cruce entre el cuento de Doctorow y el relato de mis sueños, que me decía que aún con todas las incomodidades del caso (la ropa grande que se queda trabada en un picaporte) todavía existía el margen para entender que ninguna persona desparece porque sí, tan fácilmente, de un momento a otro. Entonces fui hasta la pieza y la desperté a Yili. Me puse la malla y el protector solar, agarré una reposera y bajamos a la playa. Nos metimos al mar dos veces, jugamos con las olas y por momentos flotamos de cara a la arena. A la vuelta Yili cocinó una corvina a la parrilla.

De noche en Punta del Diablo si uno levanta la cabeza puede ver la Vía Láctea, extremadamente blanca, con una definición ridícula, atravesando la oscuridad del cielo.