Un gordo en pija con una máscara negra se pasea por la sala de exposiciones mientras otras minas engomadas en un disfraz de ninja lo sobrevuelan como satélites. A todo esto un director de orquesta con un megáfono le da instrucciones al grupo entero: que se acuesten en el piso, que se paren, que se envuelvan en un celofán inmenso y que se vuelvan a desenvolver.

En la entrada agarramos unas latas de cerveza sumergidas en hielo adentro de un barril de Grolsch. A mí no me gusta mucho la cerveza pero apuré la lata para tomar coraje y pasar entre la gente: disfrazados del arte, flacos con colita y remera fucsia, nenas rubias corriendo alrededor de una madre medio jipi, las ninjas plateadas y el gordo en pija. Cuando no supe qué hacer la busqué a Eva: andaba con la lata en la mano a través de esa multitud colorida. Eva es mi guía, mi explicación a lo desconocido, mi subcorriente de significado, mi Virgilio en el descenso a los infiernos. Ella me dice dónde se toma el 152 para ir a La Boca, dónde bajar y las esquinas que hay que doblar para encontrar la sala de arte vanguardista. Eva es el termómetro que me dice si hay garantías: la busco entre la gente y la veo tranquila, nadie me va a hacer nada. Las engomadas no me van a incluir en una de sus piruetas posmo, ¿verdad? Eva tiene cara de que no pasa nada, de que un gordo en pija no es peligro para una nenita rubia. Eva sabe: yo no. Me escudo en su tranquilidad y trato de confundirme con el ambiente. Todos relajados mientras bailamos sin música ni pasos de baile al compás del sadomasoquismo: la cosa sana. Me apoyo en un mostrador de la escenografía y una ninja se tira arriba, todo a lo largo, haciendo unas contorsiones inofensivas. Miro a Eva: ¿son inofensivas? Ella me sonríe como si yo fuera un nenito en el zoológico frente a la jaula de los leones: un nenito rubio. Apuro la lata de cerveza para bajar el cosquilleo del miedo. Soy de una provincia muy profunda, quiero decir, de un provincianismo muy pronunciado, déjenme solo, no me miren. ¡Nadie te está mirando! Correte que no dejás ver.

Hay una montaña de gente en el centro de la escena: el director de orquesta la supo construir como un arquitecto minimalista. Está lleno de brazos y rodillas puntiagudas pero si ponés los ojos chinos ves una pirámide plateada sobre el fondo blanco de las paredes. La proporción justa de las cosas: qué adecuado todo, la puta madre. Aunque por supuesto que transpiran, las ninjas en esos trajes de goma y el gordo en pija con una máscara de cuero. Cuánto sudor, Dios mío, cuánta energía canalizada en esta salita calurosa. Afuera, a la vuelta, tres guachines toman una caja de vino en el cordón de la vereda, uno en cuero, otro con la remera alternativa de Boca (la blanca de principios de los noventa) y el tercero la verdad que no me acuerdo. Pasamos rápido: ya el miedo se me metió muy adentro, no sé bien dónde empieza y termina cada cosa, y los pibes ni deben saber que existe la sala contempo esta, en el corazón mismo de su barrio porteño.

A la vuelta en el colectivo me quedé pensando en lo desgastante que resulta acomodar una jerga que sostenga el mismo gesto de ruptura una y otra vez, una y otra vez. Me di cuenta: vivo de eso, literalmente. Me pagan para que dibuje cuadraturas de un círculo con palabras de otros. Qué divertido cuando era más chico y jugábamos a que éramos artistas, pero ahora resulta agotador. Podría decir: yo ya me disfracé de idiota con superpoderes en mi adolescencia tardía y, visto a la distancia, parecería haber sido suficiente. Ok: abro la ventanilla para que entre algo de aire y me asaltan las luces del Metrobus del bajo. Anochece. ¿Dónde vamos? A Recoleta a ver otra muestra de arte. Eva me sonríe desde un asiento más adelante. Ok.

Es una sala muy chica. A la entrada agarramos las cervezas de rigor de adentro de un barril con hielo. En la primera habitación hay unos dibujitos simpáticos, un poco surrealistas, como universos chiquitos que contienen otros universos en cada cuadrante. Una especie de narrativa fractal, diría si tuviera que vestirme con la armadura dura de la jerga verga. Estoy cansado, las palabras me rebotan en las paredes de la cabeza. Entonces pasamos a la otra habitación, corremos una cortina azul muy pesada y vemos la escena: un chabón envuelto en un traje de momia que respira en una cadencia lenta, acostado adentro de un cajón de blindex. La verdad: un poco impresionante. Nos acercamos y vemos los detalles, podría decir que escabrosos: la aureola marrón de la baba creciendo imperceptible en la venda blanca. El movimiento del tórax, lentísimo, también casi imperceptible, producto de la respiración. Si tuviera que construir cimientos sólidos para desplegar la jerga diría algo sobre el Asubhá, la meditación budista sobre el cadáver: esos rituales donde los monjes contemplan durante horas un cuerpo en distintos estadios de descomposición mientras repiten un mantra: “Este es mi destino, el destino de toda la humanidad, no puedo eludirlo”.

Salimos a la vereda a terminar la cerveza. Desde todos los puntos cardinales van cayendo unos tipos flacos con narices grandes y prominentes, geométricas, como picos. Le digo a Eva: van llegando los pájaros de la noche. A través del enorme ventanal se ve el cubo de blindex con el chabón adentro, que está ahí desde hace horas. La miro a Eva: ella sabe. Bajo la vista hasta mis zapatillas y me imagino los pies adentro. ¿Cuándo se volvió todo tan tremendo, en qué momento el gordo en pija que corría como un nene gordo derivó en esta oscuridad? Eva sabe: es mi Virgilio, mi subcorriente, etcétera. Nos vamos caminando a tomar el tren. Es un trecho largo hasta la estación Saldías. El movimiento del tren nos adormece un poco. Pienso en mi adolescencia, en las pelucas que usábamos cuando salíamos con Mauro a fumar un porro y sacar fotos. Me siento un poco viejo. ¿Qué puedo decir del arte contemporáneo? Mientras el tren se mueve en dirección al límite con la provincia, repito mi propio mantra:

Yo no quiero ser una momia y babear la venda.

No quiero

ser

una momia

y babear

la venda. No quiero

ser una roña

y mambear la rienda. Ok.

No quiero ser una momia y tener alrededor los pájaros de la noche, que meten la mano en un barril lleno de hielo para garronear una cerveza importada.