Lea el primer capítulo  de Temporada Baja acá.

II

Si bien Uhueco disponía de excelente críticas que le permitían recibir gente de todo el mundo, todo el tiempo, la mayor cantidad de pasajeros era de clase media, o apenas un poco más. En Alumapu ya había cuatro o cinco hoteles, dos de los cuales seguían abiertos para esa altura del otoño, que disponían de las estrellas y los precios necesarios para acoger a ese tipo de vehículos.

Ante las telescópicas miradas, un hombre canoso, pero con rostro juvenil que vuelve su edad incalculable, baja del lado del conductor y cierra una conversación telefónica en el mismísimo segundo en que entra a la recepción.

― Buenas tardes. Quería saber si tenían una habitación disponible.

Por más que fuera mayo y la circulación en Alumapu mermara considerablemente, Uhueco siempre estaba bastante lleno. Milagrosamente para el hombre canoso quedaban dos cabañas. Como un gato hambriento, Luis se abalanza sobre el formulario de la Secretaría de Turismo. Nunca lo confesaba públicamente pero su sueño era poder acoger a esta clase de individuos y elevar las tarifas de “Arroyo Uhueco”.

― Casualmente tenemos dos cabañas disponibles, sí ¿Es para usted solo?

― No, no. Vinimos con mi mujer unos días. Queremos conocer el Glaciar Arco Iris.

La frase es una obviedad que sirve de saludo. El único motivo por el que gente de todo el mundo iba a Alumapu desde hacía 8 años era para ver el Glaciar Arco Iris. Antes, se llamaba Glaciar García, en honor a su descubridor Ramón García, y era el glaciar más ignoto de toda la provincia de Santa Cruz. No era grande, no tenía estruendosas rupturas, no estaba al pie de ninguna montaña conocida, grande o célebre entre los amantes del trekking. Era tan poco conocido que ni siquiera se inscribía dentro del Parque Nacional Los Glaciares, que sí contenía a los legendarios Perito Moreno, Upsala, Viedma, Spegazzini, entre otros.

A 80 kilómetros del Glaciar García estaba el pueblito de Alumapu que, antes y con suerte, era visitado por mochileros perdidos o geólogos con ganas de cambiar de glaciar.

Sin embargo, un día, un hecho sin precedentes cambió la situación para siempre. Un meteorito de dimensiones destacables atravesó el cielo terrestre generando luces y sonidos divisables desde miles de kilómetros a la redonda. La gran masa espacial, para esa altura bastante reducida por su paso por la atmósfera, impactó sobre la provincia de Santa Cruz, barriendo con todo por algunos pocos kilómetros, hasta ser frenado por la cordillera de los Andes, a escasos metros del Glaciar García. El meteorito dejó un surco gigantesco, depositando toda esa extracción de tierra sobre el mismo glaciar, con vegetación y todo.

El paisaje era ya fascinante. Un camino acanalado de casi tres kilómetros que terminaba en un glaciar cubierto de tierra. Sin embargo, lo más espectacular fue el meteorito mismo. Compuesto por un material de color tornasolado, inexistente en la Tierra, quedó clavado en una montaña, erecto, con sus casi 9 metros de altura, perpendicular al suelo y paralelo a la pared del glaciar (único sector visible del mismo, ya que el resto estaba cubierto por tierra o bajo el agua). Durante gran parte del día, cuando la luz del sol refractaba sobre los restos del meteorito, el lugar, y el glaciar especialmente, se inundaban de todos los colores del espectro visible.

Rápidamente, el informal nombre de Glaciar Arco Iris fue desplazando al aburrido Glaciar García, que seguía siendo la denominación oficial.

― ¿Quiere que le muestre la habitación? ―pregunta Luis ni bien el hombre, que ahora saben que se llama Alfredo, completa el formulario.

Sin decir nada, el hombre da media vuelta hacia la puerta de calle, haciéndole una seña bastante neutra a la persona que esperaba en el asiento del acompañante, oculta tras el polarizado. 

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