De la escuela me acuerdo que se hacían muchas cosas de papel o cartulina para pegar en las paredes. Por ejemplo, en septiembre poníamos flores. No sé si esto me transmitía alegría, lo que sí me llevé fue la noción de calendario como estructura que da seguridad. En septiembre alguien se iba a encargar de poner flores y yo en eso recibía un pedazo de mundo que se sentía estable. Después llegaba concretamente el día de la primavera y era un día horrendo, lluvia o frio, olores terribles en el colectivo y bebés que lloran todo el tiempo. 

Ese tipo de pensamiento tengo al principio, cuando recién llego al lentipago. Me pongo en la fila, me desacelero un poco y caigo en que es la tarde gris de un 21 de septiembre. Esta vez no hubo flores que me lo anticiparan. El lugar está denso, desbordando de gente, el aire viciado, igual hay quienes parecen contentos. Es que miran para afuera los grupos de adolescentes empeñados en su plan primaveral. Unas seis chicas van con los pelos largos enredándose en el viento y se crea un lindo efecto de red interhumana. Miro para afuera y también para adentro, el gris de afuera y el beige corroído de adentro, veo -ahora conscientemente- unas mariposas de cartulina que alegran muchísimo el lentipago y entiendo mi flash hacia la época escolar. Presto atención, las pocas mariposas que hay fueron pegadas sólo en las ventanillas de las cajas y orientadas hacia los cajeros. Hay espíritu primaveral que apunta para ese lado nada más y del otro nos enfrentamos a cinta adhesiva replegada sobre sí misma. Se me ocurre que hay una política de no decorado y los cajeros le encontraron un vacío legal. El resultado es esta rareza. Miro para afuera y para adentro miles de veces, la fila no avanza y se va sintiendo la impaciencia, los contentos metamorfosean a indignados y la riqueza sonora del lugar aumenta. No diría que lo que escucho refleja sentimientos negativos, al contrario, se socializa más y hay bastante risa. Igual queda claro que el ánimo general es de frustración o enojo. Sobre esto converso con dos señores y un niño muy empapado de las emociones adultas. Lo que se puede hacer es poco. Descubro un reloj de pared puesto muy alto y voy siguiendo el segundero como si eso ayudara, paseo la mirada por pieles, pelo frizzoso, hay alientos que son como vapores de géiser. En un momento se activa mi respuesta inmune y dejo de hablar, dejo de hacer gestos espejo con la gente y me aíslo en un trance medio vegetal. Mi nuevo estado es semipresencial, cómodo, desde ahí sigo los movimientos de una mujer de cartera dorada que se acerca a una cajera y le pide el libro de quejas. Su perfume parece insecticida, venía detectándolo pero no lo asociaba a algo que una persona rociaría en su cuerpo por propia voluntad. Ahora me gusta, empalaga pero es fresco, y tiene ese plus venenoso. La mujer invita a que los presentes dejemos nuestros comentarios en el libro de quejas, suena autoritaria y le queda bien. El libro, que es un cuaderno forrado de rojo, circula bastante más rápido de lo que esperaba. Cuando llega a mí me limito a leer lo que escribieron los demás y es un momento mágico. Hay un descargo en una caligrafía psicópata que habla con ternura de llegar tarde a un cumpleañitos. Hay hasta una especie de fábula sobre aves acuáticas, una de ellas muere de hambre, es muy triste. Una vez devuelto el cuaderno no hay grandes cambios en la dinámica del lentipago, algunos indignados alcanzan una fase de aburrimiento que parece ser el último estado posible. Me llegan micro oleadas del perfume de la mujer del reclamo y veo que está primera en la fila, meciéndose ansiosa sobre sus plataformas. Viene manteniendo un gesto casi triunfal que se le rompe cuando entra un hombre que en vez de ponerse en la fila se queda parado en frente a las ventanillas. No son pocas las miradas que se clavan sobre su cara rara, después resbalan, bajan y suben por su cuerpo corto y asimétrico. Hay quienes no pueden dejar de mirarlo y él lo sabe, le debe pasar siempre, pienso que así desarrolló ese retorcimiento que hace con sus dos manos como si pelearan entre sí. Cuando un cajero llama al siguiente el hombre de la puerta se le acerca despacio, cada paso que da implica una secuencia compleja de movimientos. En un ninguneo elegante como de impala la mujer del reclamo toma posición en la ventanilla. Frente a esto el hombre pregunta medio tímido si esa es la caja con prioridad. Sí lo es, arriba del vidrio está la serie de dibujitos que lo confirma, pero nadie contesta. La mujer no pierde tiempo y empieza su trámite. Tiene un talento especial para fingir que no sabe lo que pasa y a la vez mantener un énfasis territorial que la tiene abarcando toda la ventanilla. El cajero acata, creo seriamente que puede estar hipnotizado. Entonces el hombre de la prioridad se va, el resto estamos indignados o aburridos o vegetales y no reaccionamos. Dos segundos después una chica enorme que lleva un casco de moto bajo el brazo logra salir de la narcosis lentipago. Se carga de un calor que la hace moverse y hablar rápido y aunque no entiendo lo que dice sé de qué va, hay que buscar al hombre rengueante que no puede haber llegado lejos y hacer justicia. Deja su lugar en la fila casi corriendo y desde la entrada mira a ver qué dirección tomó, derecha o izquierda, de nuevo derecha y de nuevo izquierda, en frente, agudiza la visión, amplía el campo, derecha izquierda en frente y nada. No hay rastros del hombre. La mujer del reclamo termina su trámite, justo cuando da media vuelta para irse una de las mariposas de la ventanilla se despega sola y se cae. 

De la escuela me acuerdo un compañerito freak pegando papeles glacé en el cuaderno mientras el resto recitábamos el abecedario o algo. Pegaba los cuadrados de colores enteros, en serie, desprolijo con el tema plasticola. La maestra cuando lo ve le arrebata el cuaderno y dice “miren lo que estuvo haciendo su compañero”, y ahí nos da un espacio para que nos riamos de él, abiertamente.