El hombre se impacienta y se para con un ímpetu que anticipa lo que viene.

Yo lo había visto llegar, sacar número, sentarse en el lugar cedido por una nena y sumirse en un proceso infinito de reacomodo postural. Su repertorio de movimientos era más de insecto que de hombre, se aparecía borroso en el límite de mi campo visual con una facha siniestra invertebrada. Mientras ahí la gente no fluía. Nos íbamos amontonando en el pasillo, careteando el distanciamiento, y había alguien varado en el mostrador con problemas de recetas o credenciales, o complicaciones más originales. Alguien distinto cada cinco o diez minutos pero que siempre irradiaba una cosa de estancamiento.

Cuando se para el hombre me resulta peligroso en su reacción pero inofensivo por detalles como la cantidad de perfume que despide -que un poco revela su condición humana- pero sobre todo que anda con una bolsa de compras color pastel con letras cursivas gorditas ingenuas que forman una única palabra larga que me es imposible leer. Le levanta la voz a la recepcionista y ella en vez de responderle lo mira en silencio con una sonrisa enmarcada por su media máscara plástica, queda así como una máquina trabada emanando calor. Hasta que él recapacita y pide disculpas por lo que llama exabrupto, a todos nos pide disculpas, sin perder el tono insolente. Busca a una doctora que ahora le informan no lo va a poder recibir porque los martes ella sólo firma recetas. El hombre entonces se ríe con sarcasmo aunque se le escapa la frustración por todos lados, enumera para sí unas cuestiones: que de la recepción de adelante lo patean para acá atrás, mil pesos el remís para ir y ser así pateado, que él es de riesgo y lo tienen dando vueltas, y los protocolos? mentira. Siempre en voz baja pero articulando perfecto y con un timbre tan cristalino que no hay que esforzarse para entenderle. La chica atrás del mostrador está enfocada en su celular y parece impermeable, irrespetuosa, pronto sabremos que en realidad está escribiendo a la doctora al mismo tiempo que ella se acerca desde el fondo del pasillo con una pila de papeles y parece que camina haciendo equilibrio en una soga.

-Te estaba escribiendo un mensaje.

Le dice la chica. El hombre sigue: que hace días está sin medicación, que él es de otra provincia, que por qué dicen todos los protocolos como si fueran veinte, todos? si son tres, cuatro, y ni se cuplen. Su voz cristalina ahora se le rompe gallinácea.

-Y qué dice el mensaje?

Pregunta la doctora y la chica de nuevo se cuelga en un loop robótico de error, supongo que no se le ocurre cómo explicar lo que está pasando con suficiente corrección. Por fin habla.

-Puede verlo al señor?

-Sí, a usted?

La doctora ya se dirige al hombre.

-Usted es paciente oncológico?

-Claro que soy paciente oncológico!

Dice como si fuera algo evidente y levanta su bolsa de las compras que ahora noto bastante bidimensional y supongo que es porque lleva una recopilación de estudios, análisis.

-Yo estoy luchando por mi vida!

Agrega todavía en su pose antiheroica con la bolsa en alto. Hay una señora que en este momento dramático ve la oportunidad de hacer también su descargo, eso es una necesidad generalizada, y seremos ocho o diez que espontáneamente también nos manifestamos. Hacemos comentarios vagos que se anulan entre sí pero arman un ruido base que ayuda a sostener las intervenciones individuales más estridentes, que son como solos en un free jazz muy muy free.

-Estamos todos iguales.

Canta la señora con su voz aguda que sobresale fácil, tiene una billetera en la mano y medio que la revolea.

-No nos atienden, nos quedamos sin medicación y nadie nos atiende.

Su final de frase se superpone a un comienzo de frase algo fallido a cargo del hombre, alterado y rojo, a lo que la doctora sentencia:

-Estamos acá conversando tranquilos.

Y lo mira dominante a los ojos. En eso escucho que la chica grita mi número. Me acerco y quedo parcialmente entre el hombre y la doctora, atravesada por su conversación tranquila, y trato de que se habilite un canal directo con la chica pero está difícil. Le alcanzo mi credencial y después resulta que hay una complicación, algo está desactualizado y me pide el token y yo no tengo token y me explica lo que es el token como si yo fuera pelotuda, que capaz se lo puedo perdonar, pero yo recién le había advertido sobre mis problemas con la app y que no había podido activar la credencial digital y que me venía atendiendo sin problemas pero a ella le salta en la computadora que algo está mal y no sé por qué imprime cosas. A la vez me cuenta que se está comunicando con el doctor para que él autorice y me hace firmar una de las hojas recién impresas calentitas y aunque no entiendo bien de qué se trata firmo histriónicamente. El hombre está más calmo pero sigue luchando por su vida en el frente mismo que es ese mostrador erosionado de tantas veces que se lo desinfectó, la chica también erosionada en la voz se comunica con el doctor para conseguir la autorización y puedo sentir la incomodidad que le produce molestarlo, dice: perdón perdón perdón, dice: me vas a matar, pero nunca descansa de esa sonrisa acalambrada que tiene, a mí se me ocurre darle otra oportunidad a la credencial digital y en un punto la appp me pide una selfie, le digo a la chica que me saco el barbijo un segundo para la selfie pero lleva mucho más de un segundo que suene el ruidito de que una foto está siendo sacada porque mi celular ya es viejo, roza lo obsoleto, de todas formas el intento no funciona y así se lo hago entender a la chica con un gesto. Eso creo pero me equivoco, cuando corta el teléfono con una mejoría leve en su semblante me dice que ahora sí necesita el token. Y yo no tengo token, no podría tenerlo, ella no asimila la seriedad de mis dificultades para acceder al token. Me permito un momento de análisis, pienso que lo que nos está pasando excede los niveles típicos de incomprensión, y esa atribución que me tomo coincide con el pico de angustia de la chica, puedo ver cómo la erosión avanza más profundamente ya por sus líneas faciales, y ella agarra el teléfono de nuevo y llama al doctor otra vez y lo molesta, y el hombre de la bolsa lucha por su vida no en una cama conectado a un suero, monitoreado, o contenido de alguna forma, si no en un pasillo, en un mostrador, todos luchamos por nuestra medicación, nuestro token, nuestras vidas, y en eso se nos va una cantidad absurda de energía vital.

Horas después en la apppp sí está la selfie, no me sorprende que sea un retrato tenso. Fuera de foco aparece parte del hombre de la bolsa, se ve su brazo flaco estirado tan movido que es como un ala de bicho.