Mi nido es el Palatino, mis dominios Roma,
mis súbditos sombras que huyen de la luz.
No soy el emperador, aunque su laurel
mi frente adorne, y llenen su palacio mis pasos.
No un monarca, pero miren: más compasivo,
les ofrezco la inmortalidad de los dioses:
unan sus voces a mi coro, y en mi lira
destilaré con alquimia infernal sus almas
hasta que el furioso néctar sobreviva
al tiempo y su podredumbre, y al lanzarlo
los vientos lo lleven de un polo a otro.
Difícil debe serles pensar en el paraíso
ahora que tienen el infierno en su carne,
pero siéndoles imposible escapar de la hoguera
aspiren al menos a quedar en mis versos
que más que el agua aplacan la furia de los hombres
cuando la luna es asesina e inmisericorde el sol.

Niego las Parcas. Niego la rueca en la que
tejen el hado implacable hasta con los dioses.
Es el mundo un instrumento como el mío,
con bajos y agudos todos afinados.
Febo por las noches desliza sus dedos
y compone la sinfonía que acatan los soles.
Yo lo sigo, y sugiero unas notas que (él dirá)
serán un movimiento o mero posludio,
pero que vivirán más que el emperador,
más que el mármol de este palacio abandonado.
Sea el eco de los gritos de las sombras.
Sea el espejo del resplandor de las llamas.
Sea yo el ave que se nutre de fuego,
desdeña la vida y gustosa se sangra
para que el sol se alce una vez más.