A las tres de la tarde hace treintaicinco grados en este pueblito costero del sur, el cielo está siempre gris y no hay viento. Camino despacio después de haber comprado tabaco negro en una estación de servicio. No hay humanos en esta calle ampulosamente ancha, salvo que se consideren humanos a un joven que enjabona minuciosamente el auto plateado que hay en la vereda o a una vieja teñida de rubio que sale sola y perdidosa del paupérrimo casino. Una melodía infantil y prístina, como de organito sintetizado que dura cuatro segundos y se repite, llena fuerte todo el aire. Se adelanta, incluso, a mis pasos. Ya no oigo a los pocos pájaros que fileteaban mi andar. Como en las películas de Freddy Kruger: one two/ is comming for you. Me doy vuelta y un rectángulo blanco gigante se me pega en la frente, me aplasta todavía más la cabeza. No sé si el carrito de chapa dispensaba helados o afilaba tijeras, pero pude apurarme y ya llegué a la casa. Estoy más paranoico que Galimberti.