Decir que el año 2020 es distinto a todo lo que hemos conocido es una obviedad y una repetición poco original. Lo triste es que repetirlo no deja de tener el mismo impacto desde que comenzó lo peor, en el mes de marzo. No porque pase el tiempo deja de pesar tanta incertidumbre sobre los hombros de todos.

Y pienso que la reflexión más pausada y profunda sobre esto pudo hacerse recién cuando logramos poner en marcha las acciones de emergencia que exigió el momento inicial. Aunque no hemos alcanzado hasta ahora ninguna conclusión que contenga la explicación que estamos buscando…

¿Importa cómo se originó el virus?

¿Importan las responsabilidades políticas o sociales de los jefes del mundo?

¿Importa el número de víctimas? ¿O no importa?

¿Será que lo que es valioso se nos había corrido de foco?

Tengo muy presente (imagino que como todos) los primeros meses del 2020. Un día, uno cualquiera de ese momento, comenzó como siempre. Horarios, actividades pensadas y programadas con anticipación para estar mejor organizados en nuestra vida corriente, chiquitita y común.

La existencia del virus sonaba lejana y casi como una curiosidad. Es probable que fuera porque nos habíamos cansado rápido de escuchar hablar al respecto. Se aprende a convivir con esas noticias y no forman parte de las preocupaciones de fondo del ciudadano de a pie. Le atribuyo a la prensa un porcentaje de responsabilidad sobre esto, al haber abusado del recurso del miedo y el espanto durante tanto tiempo. Por lo general, informaciones terribles abarcan como mucho una semana en los titulares, para cambiar a la siguiente catástrofe o desgracia que siempre son protagonistas.

Pero también presiento que existe una incapacidad de las personas (entre las cuales me incluyo) a pensar más allá de su pequeño universo, lleno de alegrías y tristezas que requieren de toda nuestra atención. Y esa cualidad social no nos permitió absorber ni mitigar el impacto de una experiencia de tal envergadura para la humanidad, como la llegada de este virus desconocido.

¿Un virus mortal que nació en China? ¡Problema chino!

¿En unos días apareció por otros pagos? Bueno, sigue estando lejos. Por acá teníamos mucho de qué ocuparnos. Trabajo, escuela de los chicos, vivir en Argentina… Ya era mucho pedir.

¡De repente, riesgo de pandemia! Comenzaron a morirse de a miles en Europa y otros lugares del mundo; lugares donde suponíamos imposible que la situación se saliera de control. De todos modos, siguió siendo problema de otros, por lo menos un tiempo más… Cuando apareció el primer infectado en la Argentina, cambió nuestra perspectiva del problema, que ya no era sólo de otros.

Creo que la reflexión obligada a la que nos ha llevado el Covid tiene entre sus interrogantes sin respuesta la incógnita de saber hasta qué punto nos ha transformado como sociedad, a nivel de cada nación y como comunidad en el plano internacional. Es casi inevitable reparar en el grado de soberbia que nos caracterizó en los primeros momentos de la pandemia. Los seres humanos no hemos hecho otra cosa que evolucionar desde que nuestros antepasados caminaron erguidos y lo seguiríamos haciendo. Ésta parecía una más de las circunstancias que nuestra vida en el planeta traía aparejadas. Pero esa soberbia fue diluyéndose muy rápido en una mezcla de miedo e incertidumbre, con un claro sentimiento de falta de control sobre el futuro próximo.

De todos modos, lo más intrigante y perturbador, desde mi punto de vista, se encuentra en el plano de la intimidad de los individuos. En la soledad de nuestra mente, donde se dirimen toda clase de conflictos, se elaboran ideas, proyectos y se resuelven misterios. El problema de esta nueva realidad reside en que los elementos de la ecuación a resolver resultaron ser totalmente nuevos.

Comenzaron a incorporarse términos novedosos a nuestro vocabulario diario. Infectados, respiradores, SARS, COVID, plasma, aislamiento, distanciamiento, tapabocas, ASPO, DSPO, nueva normalidad, anticuerpos, PCR, población de riesgo, poscovid. Todo un diccionario en proceso de elaboración.

Esas nuevas palabras eran reflejo de situaciones concretas de la realidad. No eran sólo abstracciones, conceptos académicos o lejanos.

Aparecieron nuevas experiencias cotidianas. El efecto arrollador de la soledad de las calles. El silencio opresor y palpable de las noches. Y más aún, de los días ahora vacíos de movimiento. Podríamos extender una mano y tomar ese silencio entre los dedos.

Las redes sociales pasaron a tener más protagonismo que nunca en la vida todos, participantes de 0 a 99 años. Aunque nadie hubiera creído que todavía quedaba algún rincón sin ocupar por Facebook, Instagram, Twitter y el largo etcétera que sabemos que existe, pero que no logramos dimensionar en su totalidad. En el ADN de estas aplicaciones, redes y entornos digitales está escrito el cambio permanente. Eso es lo que les permitió acomodarse de inmediato e invitarnos a ser socios del club internacional de la gran nube digital.

Eso en el mundo virtual. Porque en el mundo de carne y hueso las cosas se sintieron desoladoras.

Las ausencias se hicieron presentes con toda la crueldad posible. Nuestros afectos fueron sólo accesibles a través de una pantalla o un auricular. Nuestros padres y abuelos comenzaron a vivir con lo que parecía una ineludible posibilidad de enfermarse. El siempre presente miedo a morir nos inundó por completo, en esta sociedad incapaz de incluir a la muerte en el recorrido propio de la vida.

Lo más doloroso fue que el virus nos alcanzó. Y el hecho de morir en soledad pasó de ser un temor a una terrible realidad. No pudimos visitar a nuestros enfermos ni velar a nuestros muertos. Nuestra peor pesadilla. Mi peor pesadilla.

Con la sentencia de muerte esperando llegarnos por correo, en algún paquete contaminado, en la saliva escurridiza de algún infectado, en la fruta sin desinfectar, en nuestros zapatos, en nuestra ropa, debajo de nuestras uñas. Miedo e incertidumbre fueron los sentimientos que tiñeron los largos meses que duró la cuarentena en nuestro país.

El protagonismo del tapabocas merece un párrafo propio. Nunca imaginé el impacto que tendría en mi ánimo la imagen apocalíptica de ver a toda la gente con tapabocas. La falta de sonrisas, presentes aunque escondidas bajo telas de diseños de flores, rayas o cuadros. La necesidad de interpretar más que nunca las miradas y los gestos. Nostalgia de ver un rostro completo, sin ocultamientos forzados. Y como sentimiento verdaderamente nuevo surgió la sensación de desnudez por olvidarme el barbijo al salir.

No dejo de preguntarme qué va a dejarnos el COVID como enseñanza. Por supuesto, no tengo respuesta para arriesgar porque todavía estamos jugando con el virus, a la defensiva. No lo hemos controlado y nadie parece poder asegurar cuándo lo lograremos.

Pero creo entender que se tratará de un aprendizaje único y universal en su fundamental esencia. Lo importante es aceptar un secreto a voces. Somos seres sociales, aunque nos neguemos a concebirnos en forma orgánica. Estamos conectados y unidos en todos los planos de nuestra existencia. Unidos con el de al lado, con el de enfrente. Unidos entre todos los seres humanos de este país, este continente y este planeta. Esa propiedad como sociedad universal es la que nos ha llevado a sufrir tanto el impacto emocional de la aparición de este virus. Sin embargo, es lo que nos permite seguir en pie dando batalla.