Cómo no acordarme de la distribución de la casa, dije para alumbrar los recuerdos.

No debo ser ahora artista del olvido. No ahora.

La mesa del televisor, estaba por acá. Y la silla vieja de esterillas. Rota. La silla rota que me recuerda el camino de entrada a la fábrica abandonada. ¿Dónde está el rojo despintado de la silla rota? De la silla que se parece al camino. Del rojo, que se mete en el portón del fondo. Esas ventanas enrejadas y vacías. La silla rota roja. La mesa del televisor. La cámara de fotos.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa.

Tengo que poder tener la casa otra vez dibujada en mí. ¿Cuándo se me esfumó y no me di cuenta?

Leve, habrá caído. Leve. Ni siquiera hizo ruido al llegar al suelo.

¿Qué luz había cuando la casa se me deshizo?

 Ni una señal de su abandono.

No puede ser que no pueda acordarme de la distribución de la casa.

La cocina estrecha, con el sol esquivo, peleando por el aire. La galería. Macetas y malvones. Los sillones viejos, de mimbre.

Los almohadones desteñidos por los salvajes coqueteos con la luz. Incluso con la luna.

Las habitaciones enormes a punto de atraparnos. Carnívoras omnipotentes, que iban clausurando cerrojos. Entrar en las piezas, frías y hambrientas, era tirarse al vacío. Ingresar a la nada. Quedarse transparente y congelada, para pasar a ser un mueble. Una bandeja inútil. Una carpetita bordada al crochet. Algo quieto en inmemorial espera.

A dos agujas se tejió el jardín. De muchos verdes. Lo más bello era el jardín. Temblaba el cielo sobre la tierra.

El viejo ombú, retorcido entre sus ramas. Ladrando savia. Babeaban a veces sus hojas, sin clemencia. Yo apoyaba mis pies en la corteza. Y era ombú.

Mis pies. Pequeños. Picados por hormigas coloradas. Pies, empanaditas un poco chamuscadas. Pensaba que donde apoyaba los pies… me convertía en eso. No era sencillo apoyarlos siempre… Fui gallina, perro, libro, mesa, almohadón, guitarra, espejo… ¿Qué no fui?

También era colores. El amarillo era el que más me gustaba Perdía el miedo. Perdía el tiempo, y por más que me apoyaba en los relojes, no era sencillo convertirme en tiempo. Como ahora. Como ahora apoyo los pies, en el recuerdo, pero nada. Con el tiempo no se juega. No es fácil con él.

¿La tiempa? Tal vez si fuera femenina, nos enredaríamos menos.

Me duelen. Me sangran. No podría pararme y caminar. No con ellos. Con lo único que puedo caminar es con los pensamientos. Pensamientas.

Calesita infernal. Calidoscopio de imágenes. Se me ríen. Se me ríen las imágenes. Se me ríen ellos. Sólo puedo tratar de enlazar un sonido, una voz, un gesto.

Sólo tengo que poder armar la casa otra vez en mí.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa.

El miedo tiene olores. Cada cuerpo tiene su propio miedo. Su manera inclinada de mirar el abismo. Su hueco gangrenado que escupe.

Fueron las voces. Secas. Gritadas. Látigos en el oscuro sendero de la noche. Y estar a merced. Estar desnuda.

Pateaban puertas. Tiraban muebles. Golpeaban.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa.   

Quedé sola. Recogí una foto y la cajita de música. Temblaba. A veces, los juncos de la laguna tiemblan, Y el aire en los días calurosos tiembla. El silencio vino solo. Éramos dos soledades sin ojos. No quería mirar. No quería que estuviera sucediendo.

No quería. Tal vez ahí fue que se borró. Ya estaba todo trizado para siempre.