La voz dé Isaac Hayes flotando sobre los últimos compases me despierta.

El oído dolorido por el auricular y el brazo, que aún duerme por la mala postura, son secuelas de la siesta de la tarde.

Mientras todavía suena la «fritura» del vinilo me siento en la cama e intento conectar con mi lado más consciente, me rasco la barba y apago el reproductor de mi teléfono.

Me doy cuenta que estuve más de una hora dormido, aunque a esta altura, el tiempo no tiene la menor importancia.

La casa esta igual, cubierta por el polvo que se cuela por las endijas de las aberturas, pero igual.

No me atrevo a tocar nada,

De esa manera siento menos el paso de las vueltas del reloj.

Sus cosas siguen ahí, los platos sin lavar, las tazas , con los sobres de mate cocido secos y descoloridos.

La ropa en el placard y aquella que se desprendio de ellos y recogí del piso el día que se fueron.

Acá las cosas no han cambiado demasiado, el papa en el Vaticano, mi cuerpo echado en el sillón del living, mi corazón con ellos y mi mente girando entre Nietzsche y la visión de Juan en la isla de Patmos.

Desearía apagar mi deseo, cerrar los ojos y nunca volver

Para colmo, la muerte, es una desocupada mas y ya no viene por nosotros

Que difícil a sido seguir sin ellos, sin despedidas sin un código postal,

seguramente a mucho les pasa lo mismo, me da igual, no volví  a hablar con nadie desde el día en que sonaron las trompetas.

 Nicolás Gonzalo Toloza.