A bordo de RMS TItanic

15 de Abril de 1912

Querida Ada

aprovecho a escribirte estas líneas mientras estamos en navegación, porque desde el instante en que amarremos en Nueva York mi vida, nuestra vida, cambiará radicalmente. Estoy en arresto en mi camarote. Durante la madrugada de hoy a tu marido no se le ocurrió mejor idea que tirar por la borda su carrera y nuestro bienestar. Como esposo y como hombre responsable de su familia estoy terriblemente angustiado, pero como marino creo haber hecho lo correcto. Espero que esta carta llegue a tus manos antes que las habladurías. Sé que dentro de la White Star tengo competidores y, tal vez, enemigos deseosos de desplazarme de mi cargo de Primer Oficial. No sería extraño que a tus oídos lleguen maledicencias. No les prestes atención mi amor. Aunque mi camino hacia la Capitanía se haya frustrado, quiero que te sientas segura de dos cosas: que soy un hombre honorable, y que te amo más que a la vida misma.

Paso a relatarte los hechos que viví en el puente de mando la noche pasada. Tomé mi cuarto con todo bajo control. El buque ronroneaba con las calderas a pleno. El Capitán Smith antes de zarpar de Southampton nos había despachado una arenga dejando claro que en este viaje estaba en juego el prestigio y el liderazgo de la White Star y que quería retirarse del mando colgando la Blue Ribbon en las vitrinas de la Compañía. Sabrás que el viejo se jubila con este viaje. Así que cuando apareció en el puente luego de la cena de Gala luciendo sus botones dorados, a nadie extrañó que verificara que el telégrafo indicaba FULL. La corredera marcaba unos óptimos 22,5 nudos. Le dio dos palmaditas al aparto y a las 22:30 bajó a su camarote a destilar el champagne que le sonrosaba las mejillas. En la siguiente hora todo siguió transcurriendo con natural monotonía. Durante todo el día al telégrafo Marconi estuvieron llegando alertas de hielo, lo que es habitual en esta época del año y en estas latitudes. La norma es bajar la velocidad ante estos avisos, pero el bueno de James Boxhall, lo recordarás, 3° oficial, al pasarme las novedades me chusmeó que hubo un intercambio de opiniones entre Smith y Andrews, el constructor que está abordo. Al parecer, Smith le sonsacó a Andrews no bajar la velocidad: “su barco no es inhundible, Mr Andrews?”, le habría dicho. Entre la precaución y el prestigio, Andrews optó por no contradecir a Smith que, en definitiva, es el que manda. La orden explícita fue entonces aumentar la vigilancia pero no bajar ni medio nudo la velocidad.

No serían más de las 23:30 cuando recibí una llamada por el neumático desde la sala de telegrafistas. A partir de allí no cesaron de producirse sucesos extraordinarios. Inexplicables, diría. Harold Bridge, el operador, normalmente sereno, sonaba desencajado. Acababa de recibir un pedido de auxilio de un buque que se estaba hundiendo luego de chocar con un icberg. Me pasó las coordenadas. Mentalmente calculé la ubicación: me quedé mudo. Eso era exactamente a proa, en nuestro rumbo. Le pedí confirmación, pero me contestó que se había cortado la comunicación. Le dije lo obvio, que intentara restablecer el contacto y que radíe de inmediato el pedido de auxilio. Desolado me informó que era nuestro telégrafo el que había dejado de funcionar. Yo no tenía tiempo de dudar: para auxiliar al buque accidentado debíamos bajar inmediatamente la velocidad y detenernos, no tenía tiempo de pedir instrucciones. Era mi mando. Actué acorde a normas, puse el telégrafo en stop y reversa. Calculé que con la inercia que traíamos nos detendríamos aproximadamente en la zona del hundimiento. Todos en el puente me miraron asombrados. El ingeniero de máquinas me llamó por el teléfono neumático para confirmar la orden. Anuncié formalmente que yo me hacía responsable. El buque fue reduciendo suavemente su velocidad. Era consciente que con esa orden se iba por la borda el récord de velocidad en el cruce del Atlántico, la tan deseada Blue Ribbon, pero no tenía alternativa, me comprendes Ada?. Puse en alerta a los vigías y no pasaron más de 5 minutos cuando Fred Fleet se desgañito gritando por el phono de la cofa que teníamos un icberg a proa. No veía otra cosa más que hielo. Mandé todo a babor y la gran dama, que venía a no más de 10 nudos, rodeó elegantemente la inmensa masa de hielo. No había el más mínimo indicio del naufragio: ni restos, ni botes, ni sobrevivientes. Indiqué que el incidente se registrara en la bitácora con la hora, 23:40, y la posición, que era exactamente la que marcaba el extraño mensaje recibido a medias. La noche, en principio clara y estrellada, comenzó a cerrarse en una profunda niebla. La maniobra nos alejó varias millas de la derrota original. Nos llevaría horas retomar el rumbo y la velocidad. Todo el puente quedó como electrizado. Mi mirada se cruzó con la de Jack Moody, sexto oficial y segundo al mando en ese momento. Me miraba perplejo, entre la gratitud y la lástima. Ambos conocíamos a Smith. Iba a tener que ser muy convincente para explicarle el porqué del retraso. El cambio en la vibración de las máquinas despertó al Capitán. Cuando apareció en el puente se precipitó sobre la bitácora. Intenté hacerle un reporte. Con un gesto imperativo me indicó silencio. A medida que leía su cara se endurecía, sus puños se crispaban y el aire en la habitación se hizo sólido. No hace falta que te describa, querida Ada, la escena que siguió. Pedí que comparezca Bridge. Pero me informaron que esa madrugada el telegrafista a cargo era Jack Phillips, no Bridge. El único registro era que el telégrafo Marconi había dejado de funcionar a las 23:30. Quedé atontado como después de un golpe a la mandíbula. Smith se enardeció, me trató de incompetente, de lunático, de no estar a la altura de comandar un barco como el Titanic. Me relevó y cuando bajaba a mi camarote, escoltado por dos marineros, lo escuché farfullar que en épocas más gloriosas de la Royal Navy esto se pagaba con la horca.

Faltan sólo unos días para llegar a Nueva York, y desde el incidente no cesaron de suceder cosas extrañas. Además de la llamada que Bridge no pudo haber hecho, la falla del telégrafo Marconi sin causa aparente y el buque fantasma, el 15 amanecimos en un mar increíblemente calmo y aun rodeados de la bruma blanca en la que no es posible distinguir ningún contorno. Pareciese que nunca vamos a salir de esta niebla. Apenas amarremos tengo intención de despachar esta carta. Me esperan días difíciles y seguramente Smith me hará comparecer ante el consejo de la compañía. No alcanzo a comprender qué sucedió aquella noche. Los que me acompañaban en el puente refieren lo que yo ordené. Pero no hay nada que avale mis decisiones. Sé que las cosas ocurrieron así, que no deliro. Lo real es que, de no haber recibido ese mensaje y actuado en consecuencia, a la velocidad exigida por Smith la colisión hubiese sido inevitable. El Titanic, y todos nosotros con él, estaríamos ahora en el fondo del mar.

Estoy consternado. Sé que estoy siendo tratado injustamente. Precisaré de tu apoyo y comprensión.

Seguro de amarte, por siempre tuyo

Williams

Esta improbable carta, de Williams McMaster Murdoch, 1º Oficial fallecido en el hundimiento del Titanic, fue hallada entre los efectos personales de su viuda, Ada Florence Banks, luego de su muerte en el hospicio para dementes St. Andrew, en las cercanías de Glasgow, donde permaneció internada desde 1912 hasta 1935.