Los inviernos de mi adolescencia estuvieron alegrados por las tardes en la biblioteca popular, el 2008 se abrazó a los talleres de Roberta y miró como el arroyo corría hasta desaparecer en el sauce grande, fue un tiempo que empecé a leer cuentos largos, hasta que me animé a novelas. Amalia, la bibliotecaria, le costaba comprender mi fascinación por las historias de Birmajer, quizás ella ya sabía su línea política, de todas maneras jamás desalentó mi entusiasmo, cada vez que iban a comprar libros traía uno de Marcelo para mi. Cada personaje de esas historias tenían algún costado del que yo me aferraba, comúnmente eran esos amores imposibles o frustrantes que tenían en su adolescencia, o diferencias que saldar con una amistad, en la familia. Existía un pase mágico que ocurre en el acto de la lectura, un viaje mental a los pasillos del conflicto, donde caminaba por la historia sin que nadie me viera. Lo maravilloso del suceso era mi sospecha, como joven que descree, de que ese personaje me espiaba. Muchos de sus dramas y miedos eran una réplica de los míos. Sus personajes dudaban igual que yo dudaba, pero lo hipnótico era la acción. Después de cada lectura le contaba a Amalia sobre esos viajes mentales y ella me recomendaba otros caminos, un tiempo fundamental de mi vida en el que tuve el cuerpo en obra. En ese tiempo un joven construía el interior con los talleres literarios y el exterior en los talleres de teatro, hoy quizás la tecnología allanó varios caminos y obstruye otros, tal es así que no me imagino la juventud de mi hija.

Lo rápido que corre la tecnología es un espacio común que habita en las mesas de conversaciones hace por lo menos 15 años, desde mi adolescencia hasta acá lo habré escuchado un sinfín de veces, y esa repetición lo transformó en un chiste en sí mismo, como si ese alguien que pronuncia la frase estuviese parodiando un refrán del siglo XV. Todo cambio tecnológico es presentado siempre como un avance, es increíble el amor propio que tienen estas criaturas, jamás vas a escuchar un anuncio que se titule ‘un retraso de la historia de la humanidad’.

El algoritmo es una de las palabras fuertes de este último tiempo, es la respuesta simple de muchas preguntas complejas. El algoritmo viene a decirnos que somos una hoja dibujada por un niño: el sol amarillo, la casa empinada, la chimenea, los dedos enormes. El algoritmo es distinto a logaritmo, que es distinto a ritmo, que es distinto a armonía.

Hay un velo en el algoritmo, la sensación de que funciona detrás de un vidrio polarizado, no lo vemos pero él ve y escucha cada movimiento nuestro, sabe de secretos, camina por los pasillos de nuestros conflictos.

Una señora en el subte toma el brazo de un niño y acercando su rabia contenida le dice al oído : “el celular nos escucha”, oscureciendo el panorama futurista que acontece nuestros días, la tecnología de pronto empiezan a tener sentidos: Escucha, recuerda, nos habla, ¿Es mágico?. Debo decir que el algoritmo, lamentablemente, no tiene nada que ver con el pase mágico de la literatura. Probablemente Amalia tenga cara de algoritmo pero el algoritmo no tiene cara de Amalia.