Una arteria, eso parece desde la altura. Una gran arteria que atraviesa el terreno y cuyas paredes de polvo se arman y se desarman según el viento de agosto. Santa Isabel se despierta temprano y yo salgo también, sobrevuelo la cuenca, la miro cubrirse de jarilla –cada día un poco más– mientras escudriño qué comer. Hoy el desayuno se retuerce, se estira, se hace una bolita y yo lo siento moverse entre la lengua como si luchara contra una corriente de agua que no existe. Trago sin pensar demasiado y, cansada, enfrento las ráfagas que se me enredan en el cuerpo como una jaula. Abajo casi no hay nadie, abajo vuela tierra, abajo algunos niños juegan con una pelota y yo busco dónde refrescarme, dónde meter la patas ajadas por las espinas y la sequía. Alguien corre, siento las vibraciones en el aire cada vez que la planta de los pies golpea con fuerza el suelo duro y quebrado, alguien viene desesperado a avisar algo, alguien transpira y en el sudor se amontona el polvo, entre el cabello, atrás de las orejas. Desde arriba, mientras planeo, veo que hoy también será, para ellos y para mí, otro día más sin agua.