20/10/2021, 14:35hs. Previo a «Los bajos fondos» de Kurosawa.

 Estoy en el cine, llegué una hora antes. Somos seis gatos locos en la sala; mientras unos evalúan en voz alta los asientos, alguien come garrapiñadas con la boca abierta y yo escribo en este cuaderno. La alfombra ahoga el barullo casi por completo, aunque el raspar del lápiz en la hoja lo escucho perfecto. Si aprieto muy fuerte, la mina se quiebra. Aprieto. Se quiebra. Y se quiebra dos, tres veces. Y ya no tengo repuestos.

 Esta mañana me tiré las cartas, había soñado algo angustiante —otra vez—, quise sacármelo de encima bien pronto. Me tiré con el mazo más ameno, el Lenormand. Y todo eran anillos y corazones y lirios y cigüeñas y el tarado del gentilhombre que me miraba con cara de bueno aunque arisca le niegue mi amor. Bueno, ya está. A las tiradas que no tienen sentido se les hace caso omiso. No voy a encontrarme la carta veintiocho en la sala Lugones, no tiene sentido hacer la prueba abriendo tinder. Lo que sí hay en la sala es un par de viejas que no puede dejar de hablar —a los gritos, entre toses— sobre Toshiro Mifune, se preguntan la una a la otra si sería conveniente verlo de cerquita, pegándose bien a la pantalla, o mejor quedarse en sus butacas y evitar la tortícolis. No puedo dejar de escucharlas, me gustaría escribir cada cosa que dicen. De chusma, nomás. Pero el lápiz ya no escribe y no puedo reponer la charla. Ahora mismo me reprocho no haber comprado en su momento un buen grabador, que tenga alcance y distinga a las viejas de la pareja que tengo atrás y que balbucea sobre el oxígeno y su falta. Parecerían querer robarse el aliento el uno al otro, se hablan despacito y suben y bajan la voz, inestables, tratando de hacer que su interlocutor se acerque un poco más. Para oírles mejor, ¿no?

Las luces comienzan a bajar y las viejas, solemnes, se callan. No me queda otra que concentrarme en la proyección.