Es Junio de 2018, después de dos semanas intensas y cuatro mil kilómetros recorridos en Rusia, me senté a escribir mientras llueve en el domingo de San Petesburgo, ciudad de edificios eternos e inmensos. El cronograma de los días parece guionado como Truman Show: abuelos y abuelas se reúnen en las mesas de cemento, pibes se desplazan en la cancha de fútbol y los autos entran y salen.

Estoy en la casa de Natali, una docente en marketing que vive en su cómodo departamento ubicado donde la ciudad de la revolución termina. Al entrar hay que sacarse las zapatillas y contemplar el silencio de las paredes. En su complejo soviet es más fácil perderse que encontrarse, como la odisea vivida el día que me quedé sin batería: una pareja me intentaba ayudar y pude llegar al edificio 78 de 130 por intuición, con un juego de llaves y mis piernas como único camino.

Ella no sabe castellano, yo no sé inglés: el traductor del celular es el diálogo que lo hace lento con palabras cortas. Eso evita la profundidad de las charlas pero genera risas cómplices por la ausencia de códigos compartidos. Me hubiese gustado embriagarme con Natali y hablar sin mediación tecnológica de la vida, como dos personas que se encuentran por única vez en un momento de la historia.

El relato de esos días de Mundial estaba en el momento donde nos enteramos en una estación de servicio rutera el resultado de Nigeria ante Islandia, lo que daba una chance de clasificación para Messi y compañía.

En Rusia no hay playeros y el sistema funciona por autoservicio, pagando un monto previo. La nafta está a 19 pesos el litro y es indicador de los demás precios, con una ruta que por momentos es una más de la provincia de Buenos Aires por su poco cuidado, y en otras es el embotellamiento de la CABA un viernes al atardecer.

Justo a los dos mil kilómetros recorridos por las rutas rusas, llegamos a Nitznhy, ciudad que abraza al eterno e historizado río Volbo junto a castillos, en el día más largo del año. El sol sale a las dos de la madrugada y se corre a las 22, porque nunca se deja de ver.

Un estadio de Mundial es un estadio del mundo, imponente y coqueto, creado para ver espectáculos solamente sentados. No hay baches de silencios desde dos horas antes del partido… sólo música, gritos, nervios, marketing, pasión. Unos rubiones de CABA nos vendieron la entrada a precio oficial una hora antes del partido, porque la oferta excedía la demanda. Decía “Conmebol” y se las dio un contacto en la AFA, en esa contradicción de pagar fortuna por ver a millonarios con la camiseta más linda del mundo.

Moscú está lejos de Nitznhy para aquellos que dejaron trabajos y/o vendieron autos para venir a este país que ocupa, según la geografía oficial, una novena parte del planeta. Nos cruzamos a Esther y Mario, jóvenes peruanos que vendieron su casa para ver un mundial después de décadas. “Ahora que quedamos afuera somos todos argentinos, pero este recuerdo es imborrable”, dijeron a la vez que siguieron cantando en complicidad con algunos rosarinos: “Chi-chi-chi, Led Led Led”.

A la cancha entramos con un amigo y nos excedía la euforia, a la vez que en Argentina llovían mensajes porque TyC me mostraba cantando con la camiseta del Lobo. Compramos dos vasos de cervezas a 300 pesos argentinos, con la excusa del recuerdo de las banderitas calcomaniadas y una lucecita que dura más de 24 horas como las zapatillas noventistas para pibes. Es que Rusia es eso, un camino inevitable a sonrisa inocente de infancia. Un mundo feliz en estos días históricos de Mundial.

Putín eligió sedes con características particulares. De las que pudimos visitar podemos nombrar a Volgogrado por su carácter histórico, símbolo de la resistencia ante los nazis. Moscú no sólo por ciudad capital, el gobierno colocó el Fan Fest sobre la Universidad Estatal, imponente arquitectura de la época soviética. Samara por ser un polo educativo y aeroespacial, palito para los yanquis. Kazán como referencia a la multiculturalidad, una señal para los pueblos asiáticos. Y Nitznhy como capital económica, en otra demostración de poder.

Me senté al lado de un croata y reía, siempre reía. Sacó dos tabletas de bayaspirina cuando veía que nos cansábamos de putear al línea de nuestro lado, que nunca levantaba la bandera ante el ataque croata. Sobre el final concluimos en un abrazo y en el recuerdo de la parda por lo que pasó en Francia 98.

Al partido lo vieron… lo que podemos agregar es que el mediocampo croata en un recorte artificial podría salir campeón del mundo. Si bien esperó en su campo, siempre intentó salir tocando en un césped impecable y con precisión de sinfonía, por eso los últimos dos goles fueron consecuencia. Hoy poco importa, porque la agenda la domina el periodismo de la perversión que bien señaló Juan José Becerra.

Les ruses sonríen y miran fijamente, ayudan a ubicarnos en el transporte, se muestran contentos por la realidad de su equipo, a la vez que tratan de motivar nuestras caras largas. Al otro día de la goleada continuamos el camino a Moscú bajo una temperatura de 30 grados en este verano europeo.

No me quiero olvidar de Taukan, un ruso fanático de Argentina que se sabe de memoria los equipos argentinos desde Italia 90, conoce a la perfección la demanda sobre las Islas Malvinas y hasta nos dice la altura que tiene el Aconcagua. Lo conocimos en un comedor a diez minutos de Plaza Roja porque vio el distintivo celeste y blanco, clave en estos días para entablar diálogos ante tanta distancia semántica.

Taukan dice que a Putín no lo quiere el sector de mayor poder adquisitivo del país, y baja línea anti norteamericana. Mientras nos invita a degustar las diversidades de la gastronomía local y ante esta realidad de las rutas en mal estado, responde con ironía: “Si los caminos estarían en buen estado, Hitler en 1941 hubiera llegado fácil a Moscú”.