Que la violencia es un hecho cotidiano, aunque lamentable, es evidente para todos. En general las estadísticas muestran los crecientes temores de la sociedad a la violencia asociada a la delincuencia, sin embargo, existe un proceso mucho menos visible de deterioro del entramado social que tiene que ver con el incremento de dinámicas violentas en el seno de las familias. Al respecto, quienes se dedican al estudio del tema, explican que en el caso de los niños y las mujeres que sufren maltrato, el mismo es provocado en general por agresores que pertenecen al núcleo familiar o de amistades estrechas. Y a esto estamos habituándonos merced a la divulgación cada vez más frecuente de los casos, a la sanción de leyes de protección contra la violencia de género y a la acción de organismos oficiales abocados a defender a la mujer y a las minorías frente a las diversas violencias de que son objeto. Destacamos en este punto la importancia de visibilizar las diferentes manifestaciones de la violencia y sus efectos, habilitando de este modo a que muchas víctimas se animen a denunciar a sus victimarios independientemente de sus ascendientes e influencias. Basten como ejemplos dos resonantes casos: el de Juan Darthés iniciado por Thelma Fardin y el de Alperovich denunciado por su sobrina, cuyas causas transitan ahora en la justicia, como debe ser. Abogamos por una aceleración en estos procesos.

Pero hay otro punto al que me quiero referir y es el que tiene que ver con la violencia ejercida desde una minoría, es decir, qué sucede cuando la violencia no es de género, ni se origina en la estructura paternalista y machista de la sociedad. Y qué pasa cuando además se trata de una violencia que no quiere ser mirada, que es repulsiva al sentido común y que por eso se instala en ese agujero negro donde el ojo queda a oscuras y nada se ve. Porque seguimos hablando de violencias, a no ser que postulemos que la violencia ejercida por las mujeres no es violencia, a no ser que entendamos que una madre no puede de ningún modo ejercer violencia sobre el hijo o la criatura que está a su cargo. Me parece que no podríamos calificar de otro modo el abuso de una madre sobre el hijo, independientemente de que ese abuso sea físico, psicológico, sexual o emocional; creo que todos coincidimos en que también en este caso se trata de violencia, aunque no encuadre dentro de las violencias que estamos habituados a reconocer.

Y es que muchas veces a lo largo de la historia, cuando se ha resaltado algo para destacarlo de la totalidad, para abocarse a ello con detalle y empeño, se han dejado de lado otros fenómenos más importantes o iguales que el atendido. O bien, enfatizando el caso a defender se ha olvidado tener la visión del conjunto, es lo que se conoce comúnmente como tapar el bosque con el árbol. En este caso particular hemos de recordar que, si bien la violencia de las madres contra los hijos no es poco frecuente, también ha sido involuntariamente invisibilizada al realzar los padecimientos del colectivo femenino, interpretándose que la violencia femínea no es tan violenta o tan reprochable, por ser tal vez la consecuencia de una agresión anterior perpetrada por el machismo autoritario. Argumento absurdo si los hay, porque con igual lógica también se podría imputar a la madre de un victimario la causa de su violencia masculina. Hemos de aceptar entonces que, tratándose de violencias, siempre hablamos de daños, y estos se desatan para toda la sociedad, especialmente para la víctima y su entorno, sea esta mujer, hombre, no binario, morocho, rubio, castaño, argentino, extranjero, o perteneciente a cualquier otra categorización.

Siguiendo este análisis es como puede entenderse que en una provincia como la de La Pampa, donde el número de habitantes no llega a cuatrocientos mil, haya ocurrido el lento pero inexorable asesinato de un niño de cinco años en manos de la desquiciada madre y su pareja, frente a las indiferentes narices de tantos organismos específicamente montados para poner por encima de todo el “interés superior del niño, niña y adolescente”. La ceguera de los aparatos se evidenció además en el hecho de que el caso no se produjo en el interior incivilizado del monte como podría suponerse, sino en la misma capital de la provincia, en donde residen todas las oficinas de los funcionarios que cobran sueldos del erario público dícese que para organizar mejor la vida en comunidad. Requerirá un estudio más profundo determinar por qué en este caso no funcionaron las estructuras de defensa del niño, quien según se sabe concurría a diario a una escuela de Nivel Inicial, la justicia había sido alertada del peligro que significaba la madre. Además, había ingresado por traumatismos varios con una frecuencia alarmante a centros médicos de la ciudad, sin embargo, ningún funcionario público creyó conveniente dedicar su atención al tema, no hubo alertas desde educación, ni desde seguridad, ni desde salud. ¿Qué pasó? Al margen de la ineptitud que pueda caberle a algún funcionario. ¿Qué fue lo que sucedió que ninguno denunció el maltrato que recibía este pequeño?

Pero eso no es todo, resulta por demás sorprendente que la familia paterna del niño hubiera manifestado a los jueces su preocupación por el tema, un año antes. Esto lleva a pensar que hubo una inclinación en la justicia a pensar que por el solo hecho de ser mujer, la madre de Lucio estaba más preparada para cuidar de él; de nuevo el bosque tapando el árbol. O habrá inclinado la balanza hacia ella el hecho de que se tratara de una familia conformada por una pareja lesbiana y por lo tanto perteneciente a una minoría, usualmente víctima. Pero además ¿Por qué no se atendieron los reclamos de la familia paterna del niño? Es curioso que los jueces no interpretaran el impedimento de ver al padre y a los abuelos paternos como una acción extremadamente violenta contra el niño. Ni hablar del descuido de los derechos del padre, que jamás hubiera podido hacerlos visibles si el niño hubiera sobrevivido, estaba visto que si Lucio resistía aún abusado y apaleado, no habría existido modo de demostrar que su padre tenía razón. Convivimos con una justicia ciega, o tal vez vivimos en una sociedad en donde creemos que los padres por el solo hecho de ser hombres no tienen derecho a ver a sus hijos y/o son más mentirosos que las mujeres. Pero parece mucho más serio que eso, hemos perdido quizá un poco de sensibilidad por no decir de humanidad, frente al padecimiento ajeno. Hace años que hay hombres que reclaman ver a sus hijos, lo que tienen impedido por el solo hecho de ser varones; y otros que recelan de las mujeres porque -quien sabe- una simple denuncia falsa en las redes y no se podrá probar jamás que no se es acosador.

Concluyendo, se trata tal vez de volver a mirar con atención, de deconstruir las lógicas a las que venimos adhiriendo tácitamente, las que afirman dogmáticamente que las madres aman a los hijos, que los hombres son más violentos que las mujeres o que solo las minorías están privadas de sus derechos; entre otras. Se trata a lo mejor de desarrollar una real sensibilidad frente a las violencias, denunciándolas y poniéndose cada vez del lado de las víctimas, con independencia de quiénes son, del tipo de sexualidad que detentan, de las ideas que manifiestan y de las características que tienen. Solo de ese modo lograremos conformar una sociedad un poco menos injusta en donde no sea posible otro niño conviviendo con su asesina, abandonado a su suerte.